La periodista Carla Castro nació en Escocia y creció en Costa Rica. Esta semana, 37 años después de salir de su país natal, regresó a pasar unas vacaciones. La visita coincidió con la consulta popular en la que Escocia puso a prueba su permanencia en el Reino Unido. Este es su relato del día histórico desde la perspectiva del apoyo a la independencia:
Llegué a Escocia un día antes de que esta nación de 5 millones de habitantes y 78.000 kilómetros cuadrados respondiera a la pregunta: ¿Está de acuerdo con que Escocia deba ser un país independiente?
En su capital, Edimburgo, pequeña ciudad declarada patrimonio de la humanidad por sus edificios milenarios, calles de piedra y vigilada por un castillo, solo un delgado escocés de barba blanca tocaba con su gaita a la par de un pequeño rótulo que decía “No, gracias”. La ciudad lucía tímida a mostrar su decisión, como quien la oculta entre la niebla que justo ese día impedía ver más allá de tres metros.
Sin embargo, no era la única. Eran muy pocas las casas que en los pueblos escoceses externaban su sentir sobre la decisión de separarse del Reino Unido, al que pertenecen desde 1707.
Así que este fue el tema de conversación con quienes me topé en las siguientes 48 horas. En la destilería de Blair, ubicada cerca del lago Ness, Dan, un escocés de 63 años, me explicó el por qué votaría sin duda por el “sí”. Se quejó del impuesto al whisky, del 80% de su costo, el cual se lo tomaban los ingleses en Westminster, en donde por cierto la representación escocesa era muy poca. Dijo que su país daba más recursos de los que recibía y estaba seguro de que él tendría una mejor pensión si Escocia pudiera administrar sus reservas de petróleo.
Ajenos a tanto detalle, un taxista y un mesero me compartieron su “sí” y “¿por qué no?”. Aun así, el joven taxista esperaría al final de la jornada laboral para decidirse porque él le iba al “sí”, pero su esposa, quien viajaba a Londres por trabajo e iba por el “no”, no estaba segura de los beneficios de separarse. “Es un empate”, manifestó.
Llegué a Glasgow, la ciudad más grande de Escocia. Atrás quedó su imagen industrial para dar paso a una ciudad que mezcla en su arquitectura edificios del siglo XIX como el City Council (edificio de la Gobernación) en contraste con estructuras modernas como el centro de eventos The Hydro.
Allí conversé con Margaret, una dulce y educada escocesa de 67 años, quien paseaba a su nieta entre las flores del Botanic Gardens. Ella votaría por el “sí” sin pensarlo, pertenecía a un movimiento de desarme nuclear, y este quiere fuera de sus aguas escocesas al submarino de Inglaterra. Además del peligro de tenerlo de vecino, se quejaba de su cercanía con una de las mayores reservas de petróleo.
La elección. El día del referendo, la Buchanan Street, de Glasgow, se animaba al ritmo de violinistas que acompañaban a activistas del “sí”.
Al atardecer y durante la noche de ese histórico 18 de setiembre, miles se congregaron en George Square. Las banderas azules y blancas ondeaban alrededor del Monumento escocés de 1837 y el Cenotaph de 1921, un homenaje a los caídos durante la Primera Guerra Mundial, entre otros monumentos.
Varios hombres se paseaban en sus tradicionales enaguas escocesas y cantaban como si estuvieran en un estadio: “La unión debe irse” y “Sin libertad no hay fiesta”.
Horas después y aunque Glasgow votó por un “sí” contundente, ganó un ajustado “no, gracias” con un 55% de los votos.
En medio del desayuno, todos escucharon el discurso de Alex Salmond , primer ministro escocés.
“Escocia habló”, dijo Salmond y agradeció los votos a favor del “sí”.
“Escocia jamás será la misma”, enfatizó el jerarca porque el terreno había quedado abonado para las futuras generaciones, las mismas que quizá retomen también algunas palabras del ya olvidado gaélico escocés, como la palabra Escocia, que significa “alba”.