Voy en una cabina roja a 20 metros del suelo, en una fila con otros 120 funiculares que recorren alineados, como abejones disciplinados, las 31 torres hasta Las Tapias, un barrio del municipio de Sucre, en el estado central de Miranda. Vamos seis en la cabina. La mujer de enfrente nota que mi amigo Rodrigo es chileno y que tampoco soy venezolano; entonces nos aclara algo: “Sepan, óiganme bien, que esto es una bendición”.
Claro que lo es. Se gastan 20 minutos en ir o en volver a un lugar al que antes se tardaba más de dos horas en una buseta destartalada. Muchos de los trabajadores de Caracas viven en estos cerros y antes viajaban hasta cinco horas diarias.
Ahora no. Se acordaron de ellos y van tan cómodos y frescos como yo voy en esta cabina moderna, pendiendo de cables seguros y gruesos que parecen explicar bien por qué esto costó $330 millones.
Y, encima, es casi gratis. Hoy, por ejemplo, vamos sin pagar porque el Gobierno desaplicó la tarifa de por sí risible (unos ¢100), para que su gente pudiera ir fácilmente a los actos de veneración.
Voy cómodo encima de montañitas cubiertas por una vegetación deprimente que no deja ver el río de donde vienen los hedores de cloaca. A los lados se ven las casas de autoconstrucción (yo, Estado, te doy los materiales y tú la construyes) con los tanques plásticos azules útiles para el agua.
Se escucha el llanto de algún bebé y el canto de un gallo. Se ven botaderos de basura, dos cabras pastando en la tierra y algunas banderas venezolanas atadas a antenas de Direct TV. Seis muchachos descamisados juegan beisbol en una cancha sin diamante ni nada que se parezca. La escena se parece a la que anoche transmitía la televisión estatal, del adolescente Hugo Chávez con bate en mano allá en su estado de Barinas.
Este es el paisaje al que le pasamos por encima quienes vamos en fila por los aires como en una escena de guerras espaciales.
Debajo está la basura y allá arriba, cientos de casas pobres que Nicolás Maduro visitó hace tres meses, quizá sospechando que pronto vendría su turno. Sabe que el proyecto chavista necesita de esta gente tanto como del petróleo.
“Pues esto, que lo sepas, nos lo dio Chávez, ¿oíste? Que lo sepas, que por él tengo este trabajo y vivo bien”, dijo otra vendedora de dulces bajo una carpa rota junto a la estación del teleférico en Las Tapias. Vive bien, dice esta madre soltera enfundada en la camiseta de futbol de Venezuela, otro de los signos que los chavistas aprovechan en estos días. Lo dice y llora hondamente, dolida por la muerte de Chávez , el que se llegó a estos caseríos encaramados en los cerros.
Y aquí voy bajando de nuevo en este aparato tan nuevo y útil, tan atractivo para los niños pequeños como si estuviera en un parque de diversiones. Se llama MetroCable. Vamos a 20 metros. Parece seguro, pero mi consejo es: si se quiere divertir, no vea para abajo ni para los lados.