Pagar o morir
La vida no era fácil. El dinero apenas alcanzaba y la sobrepoblación de las maras salvadoreñas intimidaba desde el amanecer.
Aun así, un puestito de venta de batidos y jugos naturales le daba sabor a los días de Mafer en aquella colonia que la vio nacer y crecer, pero que hoy la amenaza de muerte, si decide regresar.
A un lado de su negocio se encontraba el de su madre, un restaurante de comida rápida, y al otro, el de su hermana mayor, Josefyn, quien trabajaba en un minisuper.
Mafer y Josefyn son nombres ficticios y se emplean por medidas de seguridad, mas la historia tras de ellos no.
Los días eran tranquilos, hasta que el arrendatario más temido de El Salvador puso un pie en sus negocios y en sus vidas.
“Cuando las pandillas llegaron, nos pusieron una renta por cada uno de los locales que teníamos y la cuota aumentaba semanalmente”
recuerda Mafer.
El pago en sí no era el mayor de los problemas, pues es algo que afecta a la mayoría de los comercios salvadoreños. La renta se percibe como una obligación más, así como comprar comida o pagar la luz. La pesadilla comienza cuando la víctima decide denunciar.
“Cuando llegaron la primera vez, pidieron $10 por cada negocio, a la semana. Yo le comenté a mi jefe en el minisuper y él me dijo que iba a hacer un arreglo con los pandilleros”,
dice Josefyn.
Su jefe, para evitar hacer una denuncia formal, pagó a unos policías para que atraparan los hombres. “Fue algo muy peligroso, pues los policías nos ponían a entretener a los pandilleros armados para poder tomarles fotos e identificarlos”, agrega Mafer.
Para suerte de las hermanas, las autoridades atraparon a los tres malhechores. Sin embargo, también fue para su desgracia, pues los policías les pidieron dinero, a cambio de no revelar a las maras que ellas los habían delatado.
“¡Imagínese!”, exclaman, “ya la plata no era solo para la pandilla, sino que también para la policía”.
Al no poder pagar, los policías confesaron sus identidades y las amenazas de muerte no tardaron. “Ellos sabían dónde estábamos, dónde vivíamos, dónde jugaban y dónde estudiaban nuestros hijos”, aseguran.
“Fui a la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos de San Salvador; ahí, me dirigieron al departamento de Atención de Víctimas, para decirme que no podían hacer nada por nosotras, porque el tema de las pandillas se les había salido de las manos y que lo que me aconsejaban era que me fuera del país”, cuenta entre lágrimas Josefyn.