Aquel fatídico 12 de noviembre, cuando vio a su esposo tirado en la calle desangrándose, marcó la vida de Marina Gamboa.
Aquella noche regresaban de hacer las compras. Iba ella, su esposo, una hija, el novio y un nieto. “Cuando cruzamos, mi esposo se quedó un paso atrás y lo único que oí fue un golpe”. Hoy, casi siete años después, ella no encuentra tranquilidad y su condición de salud se ha deteriorado aceleradamente.
El estrés ocasionado por la pérdida y, sobre todo, el largo proceso de judicial le han causado tres derrames, asegura. Además, esto le genera un cansancio permanente y la dificultad para hablar fluidamente.
Camina ayudada por un bordón y, en la medida de lo posible, trata de no recordar el día en que perdió a su esposo.
“A mí no me gusta pensar en lo que sucedió porque es eso lo que me tiene así. El mismo doctor me recomendó no hacerlo, pues me afecta mucho”, dijo ayer a La Nación cuando se le visitó para conocer su opinión sobre el fallo de la Sala I.
Uno de sus hijos la llamó y le dijo que había escuchado algo en la radio, pero que no estaba seguro de si era sobre ellos, pues nadie les había avisado nada.
Según agregó, siente un alivio porque ya el proceso que ella calificaba como molesto, terminó, pero la tranquilidad nadie ni nada se la van a devolver.
“A mí me pueden dar todo el dinero del mundo, que ni siquiera eso compensa la muerte de mi esposo. Eso solo da un poco de alivio para ayudar a pagar los medicamentos, porque, incluso, algunos de los que tomo hay que comprarlos por fuera, pues no hay (en la Caja)”, añadió.