Habló sin ánimo de mostrar algo que no es, o al menos eso pareció. Relató sin tapujos la historia de por qué su vida dará, mañana temprano, un giro radical.
“Tiene cosas muy difíciles; las renuncias que implica este paso son muy grandes. La gente siempre le pone las tintas al asunto de la renuncia de una vida con una mujer, y sí, es cierto, es duro. Cuesta mucho sublimar la sexualidad”, dijo con gestos de cierta resignación.
Javier Fernández, de 39 años, gastó tinta en una amplia lista de sacrificios: dejar botados los estudios, el trabajo, años de experiencias cotidianas, hijos..., todo lo que implica convertirse en sacerdote.
Pese a tales “incomodidades”, cada diciembre varios grupos de diáconos aguardan ansiosos su turno para cristalizar una vocación, cada vez má difícil
“Es una lástima, pero no podemos tapar el Sol con un dedo. Nuestro mal testimonio en muchas cosas ha provocado desilusión; la gente se dio cuenta de que los sacerdotes no son tan divinos, sino que son pecadores”, comentó Fernández.
Lo dijo el que en su infancia idealizó la figura sacerdotal, tanto que imitó ese rol como lo hace quien anhela parecerse a una figura de acción: bombero o policía.
Cuando tenía 26 años, este herediano dejó las aulas como profesor de inglés para aceptar al misterioso “llamado espiritual” (“que no implica necesariamente la aparición de la Virgen”, según dijo), y eso echó en el olvido todo lo demás.
Transcurrieron meses, años, y la imagen que él mismo tenía de los sacerdotes se transformó. A su juicio, “bajar a los presbíteros del pedestal” fue lo mejor para todos.
“Ya no tenemos el estatus que teníamos hace 20 años, pero eso nos hace bien y, por fin, nos hace poner los pies en la tierra”, expresó ayer Fernández durante el ensayo para la ordenación presbiteral en la catedral metropolitana, en San José.
A pesar de que confesó que desborda emoción tras una década de espera, también dijo que, a estas alturas del camino, hay días en los que se cuestiona su fe y vocación.
Trecho rocoso. La decisión de convertirse al sacerdocio es solo el comienzo de un proceso largo de más de nueve años. El camino se inicia con las convivencias de ingreso, le siguen ocho años de seminario y uno último de preparación final.
La intensidad de este periodo deja a los seminaristas poco tiempo para estudiar otra carrera, aún menos para dar pie a una vida laboral.
Y ese es de los retos más duros: durante los nueve años de internamiento no verán rastro de salario.
Aunque la Iglesia subsidia el 85% de los estudios universitarios con el dinero de las colectas, el resto deben desembolsarlo ellos (a menudo a través de sus familias, amigos, o de algún buen samaritano).
Eso sí, al final del arduo proceso obtienen también un título de bachillerato en Filosofía y Teología.
Otros tres diáconos asistirán a la ordenación mañana, a las 9 a. m., en la catedral. A partir de entonces, los cuatro serán asignados a una parroquia donde podrán (además de bautizar, presidir funerales y casar) dar misa y confesar.