Con sándwiches a base de una receta isleña, un cubano hace su agosto cada día a lo largo de la avenida 4 de San José, que recorre en motocicleta.
Él comienza temprano, para aprovechar el hambre de los que madrugan.
En tres o cuatro horas, dice, logra hacer las ventas suficientes como para asegurarse el ingreso para vivir. Por lo menos así lo ha logrado en los dos meses de tener este negocio.
“Cuando vendo todo, me voy a comprar los ingredientes para hacer más al otro día; me levanto a las 3 a. m.”, contó este hombre, quien prefirió mantener en reserva su identidad.
En esa misma avenida, un vendedor de cordones, limas y audífonos relató que tiene 10 años en el comercio informal. Dejó su trabajo fijo como vendedor de periódicos en una sucursal, porque cree que la calle le genera más ingresos.
“A mí me va muy bien; con lo que vendo puedo mantenerme”, aseguró.
Muy cerca del Banco Central, una mujer ofrece vestidos, elaborados por ella misma. Cada pieza cuesta ¢5.000. Ella calcula que, con cinco que venda por días, sale bien en sus cuentas.
Sobre el bulevar, Harold Rugama comercializa máscaras para niños. Él sabe bien que a partir de las 5 p. m. el paso de gente aumenta y se vuelve el mejor momento para persuadir a los clientes.
Ya en calle 8, cerca del Mercado Borbón, pululan los puestos de frutas y verduras, que se ofrecen en sacos, cajones e incluso carritos de supermercado.
José Ramos, de 74 años, no vende verduras, sino pollos de engorde. Tiene ya 28 años de vivir de esta actividad informal.
Pese a que el trabajo es duro, ninguno parece descontento.