El 7 de agosto de 1987, la firma estampada de cinco mandatarios prometió paz a una región que, durante más de diez años, había sido desangrada y demacrada por conflictos militares internos.
Óscar Arias, de Costa Rica; Daniel Ortega, de Nicaragua; José Azcona Hoyos, de Honduras; José Napoleón Duarte, de El Salvador, y Marco Vinicio Cerezo Arévalo, de Guatemala, firmaron un documento que acordaba el fin de la guerra y el esperanzador inicio de la paz.
El relato de los acuerdos de paz es más o menos conocido: tras infructuosos intentos de acabar con los enfrentamientos bélicos en la región, el recién electo presidente de Costa Rica, Óscar Arias, ofreció en febrero de 1987 un Plan de paz , cuya intención fundamental era alcanzar un acuerdo regional de seguridad y reducir la violencia política en cada uno de los países centroamericanos.
La amnistía política, la reconciliación nacional, el cese de apoyo extranjero a los movimientos insurgentes y la democratización fueron pilares fundamentales del acuerdo que todos los gobiernos del Istmo aceptaron.
Así comenzó un proceso de pacificación complejo que, a la fecha, todavía tiene deudas pendientes y todavía arrastra heridas dolorosas.
Causas de guerra
Durante las décadas de los setenta y, sobre todo, ochenta, Centroamérica se convirtió, a punta de sangre derramada, en un foco de atención mundial. Los conflictos bélicos en Nicaragua, El Salvador y Guatemala habían castigado con severidad a la región.
Nicaragua fue escenario de una breve pero intensa guerra civil entre 1978 y 1979 que condujo al triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional; después, el sandinismo debió hacerle frente a una contrarrevolución apoyada por Estados Unidos. El gobierno de Ronald Reagan se valió del descontento de los opositores al sandinismo y las luchas se intensificaron entre 1981 y 1988.
Tres meses después de que los sandinistas tomaran Managua, al noroeste de allí, en El Salvador, un golpe militar se trajo abajo el gobierno de Carlos Humberto Romero, quien en 1977 ganó un proceso electoral plagado de reclamos de fraude. Se formó entonces una junta integrada por militares y políticos de oposición moderada, lo que abrió la posibilidad de una transición pacífica hacia la democracia.
La esperanza fue pasajera. Las organizaciones revolucionarias del país lanzaron una insurrección, reprimida por fuerzas de seguridad y escuadrones de la muerte. La violencia y la ilegalidad pavimentaron el camino hacia una guerra civil que se extendió durante 14 años.
En Guatemala, la situación fue menos explosiva pero no por ello menos desgarradora. Siglos de soportar un sistema político, económico y social opresor, que no admitía posibilidades de desarrollo para el pueblo guatemalteco sometido a constantes abusos y violaciones de derechos humanos, condujeron a la formación de fuerzas de rebelión como la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca. Los guerrilleros del país no representaron una amenaza real para el orden establecido. Aún así, unas 200.000 personas perdieron la vida; cerca de un millón fueron desplazados dentro y fuera del país.
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Primer paso sin frutos
Antes de que Arias impulsara el plan que, eventualmente, le permitió ganar un Nobel de la Paz, hubo otro gran intento de acabar con la violencia en la región.
Lo emprendió el Grupo de Contadora, promovido por los gobiernos de México, Venezuela, Colombia y Panamá, entre 1983 y 1986. Contaban con el apoyo de Argentina, Perú, Brasil y Uruguay; más tarde, recibieron el espaldarazo de la Comunidad Europea también.
La intención del grupo era la de conseguir que todos los países centroamericanos se comprometieran a evitar que su territorio fuera utilizado como base para ataques contra otro y renunciaran a la presencia de bases extranjeras en su suelo.
Varios factores, en cuenta la oposición de Estados Unidos, impidió que el acta de paz se firmara. Sin embargo, los esfuerzos del Grupo de Contadora sí abrieron un canal de comunicación entre los países centroamericanos que facilitó el diálogo, algo fundamental para asegurar el éxito futuro del plan que Óscar Arias pondría sobre la mesa en 1987.
Presente violento
Tres décadas después de la firma de los acuerdos, Centroamérica es la “región más violenta del mundo por delante de las situaciones de guerra, salvo Siria”. Así lo informó, en junio de este año, el Comité Internacional de la Cruz Roja para México América Central y Cuba.
Hyab Pedro Schaerer, responsable del comité, dijo a la agencia de noticias EFE que “aunque la tasa de homicidios bajó el año pasado en relación al 2015, las cifras siguen siendo altísimas con situaciones en las que se provocan tantos muertos como los principales conflictos bélicos en el mundo, a excepción de Siria”.
A 30 años de haber firmado su paz, Centroamérica, esa pequeña región en el ombligo del continente, apenas visible en los mapas, apenas mencionada en los libros de historia, está en la misma conversación que Siria y otros puntos del planeta en los que hierve la guerra.
La violencia en Centroamérica, a diferencia de los estados de guerra, “está dirigida hacia la gente, pero hay menos consecuencias en las infraestructuras”, según Schaerer, quien destacó que “más allá de las altas tasas de homicidios, existe una gran falta de respeto a las personas y a la infancia”.
No es novedad, sin embargo, que nuestra región domine los primeros lugares de los medidores universales de violencia. Una rápida búsqueda en Google bastaría para demostrar que el titular Centroamérica es una de las regiones más violentas del mundo se ha repetido en numerosas ocasiones durante los últimos años, y de acuerdo con varias fuentes: la Organización de las Naciones Unidas en el 2009, el Estado de la Región en el 2012, el Comité Internacional de la Cruz Roja en el 2017.
Los números respaldan la información. En los siete países centroamericanos, en los que viven 47,8 millones de personas, se cometieron 17.344 homicidios solo en el 2016; la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes alcanza el 36,2 y triplica el promedio mundial. Las cifras de desaparecidos también son espeluznantes: según Amnistía Internacional, tanto Guatemala como El Salvador se cuentan entre los 10 países con más desaparecidos registrados desde 1980.
“Todavía no hemos salido de la situación de los conflictos armados de los años ochenta”, aseguró Schaerer.
El reto interminable
“En la garantía del irrestricto respeto a los derechos humanos, lo que falta por hacer es inmenso”, opinó Roberto Cañas, político y economista salvadoreño, en un artículo publicado en el medio digital El Faro , de ese país.
En efecto, los acuerdos de paz significaron un aporte fundamental para la región, que giró hacia la democracia participativa y dejó atrás los regímenes autoritarios. Las insurrecciones, el combate de guerrillas y los golpes militares quedaron atrás.
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La guerra terminó, pero la paz sigue siendo una meta que parece distante. La región se enfrenta a retos monumentales en materia de derechos humanos, de equidad y de mitigación de la violencia.
El autor Ricardo Sáenz de Tejada escribió en su libro Democracia de posguerra en Centroamérica que “el futuro de la democracia centroamericana (...) está asociado a la posibilidad que tengan las sociedades políticas de crear condiciones sociales y económicas que permitan el desarrollo pleno de la ciudadanía”.
30 años después de su firma, el legado del Plan para la paz y de la firma de los acuerdos de paz sigue latente y vivo, como una tea de esperanza. Sin embargo, el tiempo le enseñó a la región que la violencia no se erradica con tinta sobre papel.