La realidad está muy lejos de ser lo que el primer ministro iraquí, Nuri al Maliki, pretende que los demás vean: un líder (él) de unión entre los tres grupos confesionales mayoritarios de Irak.
“Haremos frente al terrorismo y haremos fracasar el complot”, prometió el político conservador chiita, asegurando que la crisis provocada por los yihadistas del Estado Islámico en Irak y Levante (EIIL) ha permitido restaurar la “unidad nacional” de Irak.
El mensaje estaba destinado a Estados Unidos. Desde la caída de Mosul, hace diez días, Washington no ha dejado de criticar las prácticas sectarias del jefe de gobierno iraquí y condicionó su ayuda militar contra los insurgentes a la reintegración de las élites sunitas en las estructuras del poder.
Algunos personajes del Partido Republicano incluso han exigido su renuncia como condición de cualquier intervención estadounidense.
Peligro de estallido. En el rosario de crisis a las que se ha enfrentado el dirigente iraquí desde que llegó al poder en 2006, la ofensiva relámpago de los yihadistas que están a un centenar de kilómetros de Bagdad, es ciertamente la más peligrosa.
No solo amenaza con volver a encender la mecha de la guerra confesional, sino con hacer estallar a todo el país en tres partes: kurda, sunita y chiita.
Sin embargo, este sexagenario que busca un tercer mandato tras su victoria en las legislativas del 30 de abril, se mantiene inflexible. “No ha hecho la menor concesión, la menor apertura”, afirma un diplomático acreditado en Bagdad. “Para él, los responsables son los otros”.
Trágica ironía: en momentos en que la soldadesca del EIIL entraba en Mosul, sembrando el pánico en las cancillerías occidentales, la suprema corte, presidida por uno de los amigos de al Maliki, invalidó la victoria en las legislativas de tres candidatos sunitas. “El país está al borde del estallido y el poder mantiene su política de exclusión”, señala irritado un funcionario árabe, “No ha hecho ningún esfuerzo por superar la crisis. El estancamiento es total”.
Hace unos cinco años, Maliki parecía estar en vías de llevar al país a la reconciliación. Entusiasmado con el éxito de las Sahwa, milicias tribales sunitas arrebatadas a al-Qaeda, él lanzó sus tropas en 2008 contra el denominado Ejército del Mahdi, la fuerza paramilitar del tribuno chiita Moqtada Al Sadr, que aterrorizaba a la población en Bagdad y Basora.
Esta operación, la primera llevada a cabo por el ejército regular desde la invasión estadounidense de 2003, fue aplaudida por los sunitas, agradablemente sorprendidos de que el nuevo amo del país atacara a grupos surgidos de su propia comunidad. La guerra civil concluía y la violencia se reducía.
La Casa Blanca lo propulsó al frente del escenario iraquí en 2006, cuando era un desconocido funcionario de la Da’wa, una formación chiita clandestina que libró una guerra oculta contra el régimen de Sadam Husein. Tras la caída de Sadam regresó al país y empezó a escalar puestos.
Su reputación de mano dura, poco inclinado a las emociones, atrajo la atención del embajador estadounidense en Bagdad, Zalmay Khalilzad, que buscaba una alternativa a su predecesor, Ibrahim Jaafari, considerado demasiado vacilante.
Hábil manipulador, al Maliki logro el apoyo de los kurdos y de los sunitas, toda una hazaña en el billar político iraquí a tres bandas.
Cerrando el paso. Esa dinámica de unidad no sobrevivió al agarrón electoral del 2010. Llegado en segundo lugar, detrás de Iraqiya, la lista de Iyad Allawi, de predominancia sunita pese a que él mismo es chiita, Al Maliki se negó a desaparecer de la escena.
Usando hasta el abuso su poder como primer ministro, logró despedir a varios rivales sunitas y formar un gobierno de “unidad nacional”. Pero el acuerdo de coalición firmado en Erbil no llegaría a implementarse jamás. Al Maliki se negó a ceder el control del ministerio de Defensa a los aliados de Iraqiya y canceló la formación del Consejo Político y Militar, un organismo consultivo que iba a estar presidido por su rival Iyad Allawi.
Ese repliegue partidista podría ser fruto de un simple cálculo político. A fines del 2010, el consejo provincial de Basora, pese a ser de mayoría chiita, se pronunció en favor de un régimen federal, un revés para al Maliki. La población, exasperada ante el estado de deterioro de su ciudad, exigía su parte de los ingresos petroleros, siguiendo el modelo del Kurdistán, en el norte de Irak, otra región rica en hidrocarburos.
Atento al humor de la calle, que denunciaba el descuido y la corrupción de las élites, el ayatola Ali Al Sistani decidió boicotear a las autoridades. En especial a al Maliki, cuyo hijo, Ahmed, es uno de los principales protagonistas en los rumores de enriquecimiento. ¿Decidió el primer ministro volver a agitar el espectro sunita para contener esa oleada de protestas? En Irak, la guerra civil, como cualquier guerra, es la continuación de la política por otros medios.
A fines del 2011, un día después de la retirada del último soldado estadounidense, al Maliki envió a sus fuerzas a arrestar al vicepresidente sunita Tareq Al Hashemi, quien primero se refugió en Kurdistán y después se exilió en Turquía. Acusado de haber dirigido un escuadrón de la muerte, el alto funcionario denuncia más bien un ajuste de cuentas.
En el torbellino que es Irak, empero, es difícil distinguir la verdad de las mentiras. Una cosa es segura: con los servicios de seguridad bien firmes en su mano, una unidad anticorrupción a sueldo suyo y un ministerio de derechos humanos inundado de sus fieles, al Maliki es la persona mejor colocada en Irak para deshacerse de adversarios.
A fines de diciembre de 2012 hubo otro caso como el de al Hashemi, esta vez alrededor del ministro de Finanzas Rafi Al Issawi, sunita miembro de la coalición Iraqiya, cuyos guardaespaldas fueron arrestados por “terrorismo”.
Cuando estalló el escándalo de al Hashemi, al Issawi acusó a al Maliki de querer “crear una dictadura”. Tras varios atentados en su contra y los continuos acosos, él también optó por el exilio.
Lo que siguió es bien conocido: manifestaciones gigantes de sunitas en Anbar para exigir que Bagdad dejara de marginarlos; rechazo obstinado de al Maliki, cuyas tropas causaron una carnicería en Houweija, en abril de 2013, al desmantelar un campamento de protestantes; aumento de la violencia interconfesional, que desembocó en la toma de Faluya a principios de 2014 por los yihadistas, preludio de la caída de Mosul, seis meses más tarde.
Ante esta insurrección multiforme, que conjuga yihadistas del EIIL con exbaasistas revanchistas y miembros desencantados de las milicias Sahwa, todos unidos en el odio contra al Maliki, el primer ministro está solo. El mandato del presidente ya llegó a su término, así como el del parlamento. Pero ni uno ni otro pueden ser renovados en tanto no se proclamen los resultados de las elecciones legislativas de abril.
El vacío institucional es el reflejo de un estado de fachada, gangrenado por el clientelismo confesional y la corrupción, establecido a la carrera en el 2003 para darle una pátina de legitimidad a la invasión estadounidense.
Obnubilado por su sobrevivencia, el autócrata de finos lentes se presenta como el último baluarte contra la barbarie. ¿Para apagar el incendio yihadista habrá que salvar al soldado al Maliki? Las cancillerías occidentales titubean, conscientes de que el bombero de Bagdad es también uno de los principales pirómanos del país.