Para el presidente sirio la paciencia ha sido una espera amarga que ahora da frutos dulces. Desde luego, Bashar al-Asad ha sabido esperar. Desde que el levantamiento en su contra incendiara su país en marzo del 2011, se le ha dado por acabado muchas veces. Líderes mundiales, como Barack Obama, han repetido que sus días están contados, que no hay más resultado para esta crisis que su derrumbe y el de su régimen.
Él, sin embargo, ha convertido el aguante en una estrategia que ha dado grandes réditos.
Más afianzado que nunca en esta guerra, preside, eso sí, un país destrozado, con más de 100.000 sirios muertos y más de nueve millones de desplazados internos y externos. El régimen ha dejado atrás hace mucho tiempo el momento en que una reconciliación nacional era posible.
A estas alturas en que al-Qaeda opera sin trabas en zona rebelde y Naciones Unidas certifica que los excesos no son cosa solo del régimen, ante los ojos de sus viejos enemigos, al-Asad se ha convertido en un mal menor o, al menos, una garantía de que las cosas no cambiarán a peor. Un exdirector de la CIA, Michael Hayden, lo decía en una conferencia la semana pasada. El régimen es “el mejor” de varios “posibles resultados muy feos”, incluida “la disolución completa de Siria”.
Ni siquiera Israel clama por su marcha, a pesar de estar en guerra con la familia del dictador desde hace décadas. El de al-Asad, según dijo recientemente el excomandante en jefe del Ejército israelí Dan Halutz, es “un mal régimen que podría ser sustituido por un régimen mucho peor, e imprevisible”.
Imprevisible ha resultado ser Bashar al-Asad (Damasco, 1965) ante aquellos que sentían tan pronta su marcha. Querían ver en él a un anodino tecnócrata llamado a presidir Siria de forma accidental por la muerte de su hermano mayor, Basel, en un accidente de tráfico en 1994.
Antes de su ascenso había sido estudiante de Oftalmología en Londres. A la muerte de su padre, Hafez al-Asad, en el 2000, heredó Siria e hizo algunas reformas, como abrir vías para la entrada de Internet al país o liberar a 700 presos políticos. Fueron suficientes para que muchos analistas hablaran de la primavera de Damasco.
Si aquella vieja primavera dio flores, pronto se marchitaron. En Siria todo siguió igual: gran aparato de seguridad y poca disidencia.
Esta guerra no es la primera ocasión en que se da por acabado a al-Asad. Tras el derrocamiento de Sadam Husein en el 2003, EE. UU. intentó aislarlo. La Casa Blanca lo acusó de “amparar el terrorismo” y autorizó unas sanciones que aún asfixian al país.
Pero al-Asad ya daba entonces muestras de que se le daba bien esperar. Así lo hizo tras el asesinato en Beirut del ex primer ministro libanés Rafik Hariri, lo que lo obligó a retirar las tropas sirias desplegadas en ese país vecino desde 1976. Su política no varió; sigue interviniendo en Líbano, ahora por medio de la milicia chiita de Hezbolá.
Lo que les faltó a sátrapas barridos por la Primavera Árabe, como el libio Muammar Gadafi, a al-Asad le sobra: amigos. Se hizo en años recientes vía imprescindible de transmisión de Irán a Hezbolá. Ambos acudieron a su rescate, dispuestos incluso a enviar hombres a morir en Siria. El favor dio resultados. Con su ayuda reconquistó en mayo la localidad estratégica de Kusair, se ha asegurado una ruta crucial al noroeste y ahora ha iniciado una ofensiva feroz sobre Alepo.
Y Rusia, que tiene su única base naval en el Mediterráneo en la costa siria, ha bloqueado en el Consejo de Seguridad de la ONU cualquier condena a al-Asad y medió para evitar un ataque de EE. UU. contra Damasco por el uso de armas químicas en agosto.
Ese mismo mes los rebeldes afirmaron haber estado a punto de acabar con al-Asad cuando se dirigía en un convoy a una mezquita. En febrero habían hecho caer algunos misiles cerca de su palacio, en las faldas del monte Casium. Invariablemente, tras cada ataque de esa índole, los medios oficiales muestran fotos del presidente sano y salvo, crecido en esa capacidad de resistencia.
Es lo que le permite gozar hoy, de nuevo, del control de la mayor parte de su país. Cierto, está en ruinas y hay zonas cercadas en las que los clérigos han dado permiso a los civiles para comer perros y gatos, pero al-Asad aguanta.