Hace un siglo, Europa se ahogó en su sangre. Decían que iba a ser una guerra corta, de unas cuantas batallas y que los soldados regresarían a casa con el aire de heroicidad caballeresca que, entonces, tenía el marchar hacia el campo de batalla. Decían...
La civilizada Europa, que acababa de vivir el siglo de las luces, se vio sumergida en una carnicería cruel como nunca antes se vivió: miles de vidas se sacrificaban solo para avanzar unos miserables metros.
Europa quedó con hondas cicatrices en sus campos: las trincheras fueron parte del paisaje y símbolo de la inmovilidad de este enfrentamiento; ahí, y durante meses, miles de hombres combatieron en condiciones infrahumanas con ratas, excrementos y cadáveres de sus compañeros de armas.
Los avances de la ciencia –que auguraban una nueva era de modernidad– se pusieron al servicio de la maquinaria bélica. Las armas químicas hicieron su debut y se “inventó” el bombardeo de poblaciones civiles.
Conocida como la Gran Guerra –tomó el nombre de Primera Guerra Mundial después de la Segunda– rompió con los cánones de las confrontaciones bélicas conocidos hasta entonces, descalabró a cuatro imperios y dejó 10 millones de muertos.
El 28 de julio de 1914 el Imperio Austro-Húngaro le declaró la guerra a Serbia, en represalia al asesinato del archiduque Francisco Fernando, ocurrido a manos del nacionalista serbio Gavrilo Princip, el 28 de junio.
Rusia respondió por Serbia; Alemania –con el II Reich encabezado por el káiser Guillermo– respaldó a los austrohúngaros; Francia resguardó sus fronteras y los alemanes le declararon la guerra, pues no aceptaban (o le creían) que se mantuviera al margen de la guerra.
Luego, los alemanes marcharon sobre la neutral Bélgica, en el camino a invadir Francia, lo que motivó la intervención de Gran Bretaña.
Para el 4 de agosto de 1914, en el Viejo Continente se mataban los unos a los otros.
La guerra se peleó en dos bandos: los Poderes Centrales con Alemania, Austria-Hungría y Turquía; y la Triple Entente de Francia, Gran Bretaña y Rusia y que arrastró a Australia, Canadá, India, y Sudáfrica
Cuando Estados Unidos entró a la guerra, en 1917, ya adquirió un cariz mundial.
Se movilizaron 70 millones de soldados y murieron alrededor de 10 millones de seres humanos (sin tomar en cuenta las bajas civiles), hasta el fin del conflicto el 11 de noviembre de 1918.
Sin embargo, ahí mismo quedó sembrada la semilla para otro aún mayor: la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), por las reparaciones de guerra a las que fue obligada Alemania, señalada como la principal culpable de la conflagración.
En el tratado de Versalles quedó sellado el destino del segundo enfrentamiento bélico que involucró a todo el planeta.
Detonante.
El asesinato del archiduque fue la excusa para ir a la guerra; de hecho su fallecimiento no fue muy sentido, que digamos, en el seno de la familia real; por el contrario, los halcones lo celebraron.
Por entonces, Europa estaba sentada en un polvorín de intereses comerciales, colonialistas, territoriales, económicos e imperialistas (entendido este término como fase del capitalismo).
El enfrentamiento estaba en ruta por parte de los países dominantes dada su necesidad de buscar materias primas en África y Asia; sobre todo, Alemania e Inglaterra chocaban en ese afán de dominar mercados, rutas, materiales y comercio.
Inglaterra, aunque hubiese querido, no podía permanecer impasible ante el avance alemán, ya que si la enfrentaba más tarde, tal vez las circunstancias no le sería tan favorables.
Al principio, los británicos no estaban seguros de cuál lado ponerse
La guerra era inevitable, pues todas las potencias estaban militarizadas y listas para combatir: solo esperaban la oportunidad adecuada para disparar.
Además, hay que entender la mentalidad de hace un siglo, que por entonces entendía que la guerra era un instrumento político válido, para nada un horror, pues morir en nombre de la patria en el campo de batalla era un gran honor.
Cuando en Alemania se supo la noticia de que Rusia marchaba al frente para defender a Serbia –el zar Alejandro la consideraba su protegida– hubo festejos en las calles y el káiser ordenó un brindis de celebración.
El II Reich era un estado autocrático militarizado, cutos dirigentes temían a la democracia, pensaban que una victoria militar impediría una reforma del status quo y, de paso, contendría las ideas socialistas que andaban por el Parlamento.
Los recuerdos de las victorias prusianas insuflaron el ánimo guerrerista y los primeros éxitos en la guerra hicieron que la ambición del II Reich se desatara y pretendiera la hegemonía de Europa, apuntara a reducir las fronteras rusas y dominar el corazón de África, con sus riquezas naturales incluidas.
Tal pensamiento llevó al sacrificio inútil de miles de soldados.
El chapucero atentado contra Francisco Fernando fue el pretexto buscado por Austria-Hungría para castigar a Serbia, incómoda y propensa a hacer revoluciones, algo que no caía muy bien en los reales círculos.
También se le disparó a la persona equivocada: el asesinado estaba completamente en contra de la guerra.
La sinrazón estuvo presente desde el detonante del conflicto que puso a Europa en llamas.
En esto se debe insistir: la estupidez, como nunca antes, gobernó los actos de un conflicto bélico.
Inmovilidad.
“Para Navidad, en casa”. Eso era lo que se creía cuando la guerra estalló; sin embargo, cuando empezó, se dieron cuenta que sería prolongada..., muy prolongada.
Solo para agosto –en el primer mes de guerra– , los franceses ya sumaban 250.000 bajas. El 22 de agosto sufrieron su peor castigo: 27.000 muertos.
El problema de la movilidad de las tropas pronto se vio complejo: el enorme contingente de soldados, de uno y otro bando, se quedaron “empantanados” en las trincheras, profundas zanjas desde Suiza hasta el Mar del Norte, donde combatían hacinados los hombres.
La capacidad de fuego y la escasa mecanización –todavía se dependía del caballo– propiciaron ese estancamiento, que se prolongaba por meses y meses.
Por cierto, ocho millones de caballos de combate perecieron en la lucha; muchos de ellos, sacrificados con mazas para evitar la estampida de sus congéneres y para que las tropas no se desmoralizaran debido al espectáculo deprimente de un animal agonizante por la artillería.
El panorama, ya de por sí, era desolador: afuera, la tierra arrasada y los cadáveres sobre ella; dentro, toda clase de inmundicias, amén de soportar las inclemencias del tiempo.
Sin antibióticos, las gangrenas encontraban terreno fértil y así aumentaban los mutilados y los muertos.
La metralla era capaz de arrasar con los soldados que marchaban sin protección, detrás de los tambores y estandartes.
La nueva realidad del escenario bélico tomó por descuido a los altos mandos de los ejércitos; muchos de ellos, imbuidos de un absurdo nacionalismo, que rayaba en la estulticia y da cuenta de lo que significaba el sentido del honor por aquellos días de horror europeo.
Nada lo ejemplifica mejor que los pantalones rojos de los franceses, notorios para el campo de batalla y excelentes para que el rival practicara el tiro al blanco.
Sin embargo, los ministros de la guerra francesa declinaron el cambio de color porque la indumentaria de marras representaba a Francia. Más adelante, cambiarían a un uniforme azul oscuro; también adaptarían los cascos y dejaron de lado los usuales quepis.
Armas.
La aviación hizo su aparición y la costumbre de bombardear civiles tomó licencia en esta guerra.
Bombarderos alemanes e ingleses trajeron la destrucción desde el cielo, aunque sus aviadores no podían librarse del fuego de tierra que los precipitaba al suelo a una muerte segura.
Tampoco acá hubo contemplaciones: aquellos pilotos experimentados atacaban sin contemplación a los novatos, pues así incrementaban su récord de abatidos y su leyenda, como el Barón Rojo, Manfred von Richtofen, quien murió luego de 80 victorias y con solo 25 años.
La I Guerra Mundial también contempla la aparición de las armas químicas : el 22 de abril de 1915 se usaron en el campo de guerra.
En la ciudad belga de Ypres, el ejército alemán desparramó cloro líquido. Con la ayuda del viento el químico se extendió por seis kilómetros en el frente y mató a 3.000 soldados ingleses, que no tenían ninguna previsión para esa arma, tan moderna como letal..., y cruel.
Todos lo usaron. Al final, dejó más de un millón de lesionados y mató a 70.000. Es muy “democrático”: mata por igual a soldados y civiles, niños incluidos. Como que ciertas cosas no cambian nunca.
Las armas –recordemos acá la metralleta– eran capaces de una capacidad de daño nunca antes vista: las lesiones en la cara y la cabeza eran cosa de todos los días.
A diferencia de otros enfrentamientos bélicos, las bajas en la Gran Guerra se contaban por miles, no por decenas.
También recordemos que los antibióticos no existían que pudieran mitigar, curar y aliviar las heridas e infecciones; tampoco se habían desarrollado técnicas de reanimación.
Las mutilaciones y los desfigurados se hicieron comunes –les llamaban los caras rotas– pues el rostro y la cabeza eran las partes más expuestas al fuego.
El conflicto dejó esta cifra para el horror: 6,5 millones de inválidos, que requerían nuevas formas de curación y cirugía.
No quedó más que experimentar en los cuerpos de los desgraciados combatientes.
“Faltaba carne, faltaba hueso, así que hubo que hacer injertos, una técnica que hubo que hacer a tientas (...) como la transfusión sanguínea”, de acuerdo con un artículo de Le Monde.
A pesar de todas las limitaciones, y sobre las limitaciones, la cirugía plástica encontró nuevos caminos y su desarrollo fue exponencial después de concluidas las hostilidades.
Guerra y paz
Sin novedad en el frente debe ser la mejor novela antibélica que jamás se haya escrito, pues en sus desoladas páginas queda retratada lo que fue la guerra.
El autor, Erich Maria Remarque, relata con pluma magistral el horror de la matanza, la soledad de quedarse sin amigos porque todos murieron en el frente y la destrucción de la juventud debido a la ambición y los juicios errados de los gobernantes.
Los hombres se vuelven “animales humanos”, que al final solo esperan la muerte”, porque no hay nada más que esperar.
Cuando los tambores de guerra volvieron a sonar, ahora al ritmo de la bota de la Alemania nazi, el libro fue quemado.
El III Reich de Adolfo Hitler deseaba reparar la humillación de la derrota y no estaba dispuesto a que nada se le interpusiera.
Volviendo a 1917, la entrada a la guerra de los Estados Unidos desbalanceó, definitivamente el escenario del lado de la Entente.
Con el refuerzo del Tío Sam , Francia y Gran Bretaña no sintieron la retirada rusa, que cayó en su propia revolución.
El imperio zarista colapsó y la familia imperial fue pasada por las armas. La Unión Soviética nacería de los escombros de la dinastía de los Romanov.
El poderío industrial y militar de los estadounidenses y el refuerzo de tropas frescas fue mucho para las Potencias Centrales; sobre todo para Alemania.
“La guerra fue perdida por el imperio alemán por un estrangulamiento económico provocado por una alianza de muchos países neutrales en función de los intereses de Francia e Inglaterra”, según un artículo en El Clarín de Argentina.
Una guerra motivada por razones económicas no podía tener otra conclusión.
Con la I Guerra Mundial cambia el mapa político de de Europa: nacen nueve naciones nuevas y se da el punto final a los imperios.
Durante cuatro años, con una crueldad jamás vista, Europa se bañó en sangre, porque la estulticia y la sinrazón estuvieron al servicio de las potencias.