Puerto Príncipe. DPA. La vida va organizándose sola en los campamentos repletos de víctimas del terremoto, ante la ausencia de presencia estatal.
En uno de los tantos centros de refugiados que abundan en esta ciudad, alguien consiguió un generador que funciona por horas a diésel, un combustible que se encareció tras la tragedia.
Otro joven vigila dos enchufes en los que están conectados varios teléfonos móviles. Es de las pocas cosas que salvaron muchos supervivientes, porque llevaban el teléfono en el bolsillo.
“Por suerte, la red volvió a funcionar un poco y puedo comunicarme con mis parientes y amigos”, explicó.
En los campamentos fue creándose una precaria economía, basada en el comercio de los bienes más necesarios: pequeños trozos de carbón, bolsitas de jabón en polvo o esponjas para lavar ollas.
Una mujer mayor fríe papas y el olor se mezcla con el del fuego de carbón. Niños y pollos corretean de un lado a otro. Un joven remonta un barrilete hecho con una bolsa de plástico.
Entre tanto, las organizaciones humanitarias también organizaron las instalación de baños y fuentes de agua. En uno de ellos puede verse a una joven bañando a su pequeño hermano.
El ambiente es distendido y muchos parecen haberse habituado a la catástrofe. A fin de cuentas, es una más de las muchas tormentas tropicales que arrasaron el país en el pasado. De la alegría vital característica del Caribe, sin embargo, quedan pocos rastros.
Un anciano que pudo salvar su guitarra entre los escombros, se acomoda a los pies de la estatua del expresidente Alexandre Pétion e improvisa una melodía.
Más allá, en una pared de Puerto Príncipe, cuelga uno de muchos carteles pintados a mano. Este deja leer las palabras “Now bezwen”. El que sabe francés y lo lee en voz alta entiende en criollo una frase que allí todos gritan: “Necesitamos ayuda”.