Todos saben que la agenda económica nacional de la administración Obama se encuentra atascada ante la oposición “a tierra quemada” de los republicanos. Y eso es algo malo: La economía de los Estados Unidos estaría en mucha mejor condición si propuestas de la administración Obama como la del proyecto de ley de empleos estadounidenses se hubieran concretado.
Es menos conocido que la agenda económica internacional de la administración también está atascada, aunque por razones muy diferentes. En particular, el punto fuerte de esa agenda –el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP por las siglas en inglés)– no parece estar avanzando mucho, gracias a una combinación de dificultades de negociación en el exterior y de escepticismo bipartidista en el ámbito local.
Y, ¿saben qué?, eso está bien porque dista mucho de estar claro que el TPP sea una buena idea. Está menos claro aún que sea algo en lo que el presidente Barack Obama deba invertir tanto capital político. En general, estoy a favor del libre comercio, pero no me desanimaría y más bien me sentiría un tanto tranquilo si el TPP sencillamente se desvaneciera.
Lo primero que es necesario saber acerca de los acuerdos comerciales en general es que no son lo que solían ser. Los días de gloria de las negociaciones comerciales –los días de acuerdos como la Ronda Kennedy de la década de 1960, que redujeron marcadamente los aranceles alrededor del mundo– quedaron muy atrás.
¿Por qué? Básicamente los acuerdos comerciales a la antigua son víctima de su propio éxito: ya sencillamente no queda mucho proteccionismo por eliminar. En promedio, las tasas arancelarias estadounidenses han disminuido dos tercios desde 1960. El informe más reciente sobre las restricciones estadounidenses a importaciones emitido por la Comisión de Comercio Internacional pone su costo total en menos del 0,01% del PIB.
La protección implícita de servicios –reglas y regulaciones que tienen el efecto, digamos, de bloquear la competencia extranjera en los seguros– ciertamente impone costos adicionales. Pero sigue vigente el hecho de que, en estos días, los acuerdos comerciales tienen que ver principalmente con otras cosas. De lo que en realidad tratan, en particular, es de los derechos de propiedad, de cosas tales como la capacidad para hacer que se respeten las patentes de medicamentos y los derechos de autor de películas. Y eso mismo sucede con el TPP.
Se le da mucho bombo al TPP, tanto de parte de los que lo apoyan como de los que se le oponen. A los que lo apoyan les gusta hablar acerca del hecho de que los países presentes en la mesa de negociación constituyen alrededor del 40% de la economía mundial, con lo que insinúan que significa que el acuerdo sería inmensamente significativo. Pero el comercio entre estos actores ya es bastante libre, por lo que el TPP no produciría tanta diferencia.
Mientras tanto, los oponentes pintan el TPP como una inmensa conspiración y sugieren que destruiría la soberanía nacional, que trasladaría todo el poder a corporaciones. Esto, también, es inmensamente sobredimensionado. Los intereses corporativos tendrían un poco más de capacidad para buscar recursos legales contra las acciones gubernamentales pero, no, la administración Obama no está negociando la democracia en forma secreta.
Lo que el TPP sí haría, sin embargo, es aumentar la capacidad de ciertas corporaciones para afirmar el control sobre la propiedad intelectual. De nuevo, pensemos en las patentes de medicamentos y los derechos de películas.
¿Es esto bueno desde el punto de vista global? Es dudoso. El tipo de derechos de propiedad del que hablamos aquí se puede describir alternativamente como monopolios legales. Cierto, los monopolios temporales son, de hecho, la forma en que se recompensan ideas nuevas, pero argumentar que necesitamos aún más monopolización es muy dudoso y no tiene nada que ver con los argumentos clásicos del libre comercio.
Ahora bien, las corporaciones que se beneficiarían de mayores controles sobre la propiedad intelectual a menudo serían estadounidenses, pero esto no significa que el TPP sea de nuestro interés nacional. Lo que es bueno para las grandes empresas farmacéuticas de ninguna manera es siempre bueno para los Estados Unidos.
En pocas palabras, no hay un argumento convincente para este convenio, ni desde el punto de vista global ni del nacional. Tampoco parece que haya algo que semeje un consenso político a favor, ni en el extranjero ni en el ámbito local.
En el exterior, las noticias sobre la más reciente reunión de los negociadores dan la impresión de lo que uno por lo general oye cuando las negociaciones comerciales no tienen rumbo definido: afirmaciones de avances pero nada sustantivo.
En el plano local, tanto Harry Reid, líder de mayoría del Senado, como Nancy Pelosi, la máxima representante demócrata en la Cámara, han salido a oponerse a dar al presidente crucial autoridad de “vía rápida”, lo que significa que cualquier acuerdo puede recibir un limpio voto de sí o no.
Así las cosas, lo que me pregunto es por qué el presidente está promoviendo el TPP. El razonamiento económico es débil, en el mejor de los casos, y a su propio partido no le gusta. ¿Para qué perder tiempo y capital político en este proyecto?
Lo que pienso es que estamos viendo una combinación de creencias populares en Washington –la Gente Muy Seria (críticos deshonestos e interesados, superficiales, que consistentemente fallan en sus predicciones y recomendaciones para políticas) siempre apoya los acuerdos comerciales y los recortes en los programas asistenciales– funcionarios anclados en la década de 1990, que todavía viven en los días cuando los Nuevos Demócratas trataron de probar que no eran liberales a la antigua al abocarse de lleno a la globalización. Cualesquiera que sean los motivos, sin embargo, el empuje al TPP parece algo extrañamente divorciado tanto de la realidad económica como de la política.
Entonces no hay que llorar por el TPP. Si el gran acuerdo comercial queda en nada, como parece probable, bueno, no se pierde mucho.
Traducción de Gerardo Chaves para La Nación
Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía del 2008.