A menudo encontramos personas que hablan respecto a nuestras dificultades económicas como si fueran complicadas y misteriosas, sin solución obvia. Como el economista Dean Baker hizo notar recientemente, nada podría estar más alejado de la verdad. La historia básica respecto a lo que salió mal es, de hecho, absurdamente sencillo: Teníamos una inmensa burbuja inmobiliaria y, cuando esa burbuja estalló, dejó un gigantesco hueco en el gasto. Todo lo demás son notas a pie de página.
Y la respuesta apropiada en políticas era sencilla también: Llene ese hueco con demanda. En particular, el periodo siguiente al estallido de la burbuja fue (y todavía es) un muy buen momento para invertir en infraestructura. En tiempos de prosperidad, el gasto público en carreteras, puentes y otras obras compite con el sector privado en pos de recursos. Desde el 2008, sin embargo, nuestra economía ha estado inundada de trabajadores desempleados (en especial obreros de la construcción) y de capital sin destino (motivo por el cual los costos para préstamos del gobierno están en puntos históricamente bajos). Poner esos recursos ociosos a trabajar en la construcción de cosas útiles debió ser algo obvio.
Pero lo que en realidad sucedió fue lo exactamente opuesto: una caída sin precedentes en el gasto en infraestructura. Ajustados para la inflación y el crecimiento de la población, los gastos públicos en construcción han caído más del 20% desde principios del 2008. En términos de políticas, esto representa un espantoso giro equivocado, casi surrealista. Nos la hemos arreglado para debilitar la economía a corto plazo al mismo tiempo que minamos sus perspectivas para el largo plazo. ¡Qué bien jugado!
Y está a punto de empeorar. El fideicomiso para autopistas federales, que paga gran parte de la construcción y mantenimiento de carreteras en los Estados Unidos, está casi agotado. A no ser que el Congreso acepte recargar el fondo de algún modo, el trabajo en carreteras a lo largo y ancho del país tendrá que disminuir dentro de pocas semanas. Si esto sucediera, rápidamente nos costaría cientos de miles de empleos, lo que podría descarrilar la recuperación del empleo, que finalmente parece que está levantando vapor. Y también reduciría el potencial económico a largo plazo.
¿Cómo es que las cosas salieron tan mal? Igual que sucede con muchos de nuestros problemas, la respuesta es un efecto combinado de ideología rígida y tácticas políticas de tierra quemada. La crisis del fondo de autopistas es solo un ejemplo de un problema de dimensiones mucho más grandes.
Así las cosas, en cuanto al fondo para autopistas hay que decir que el gasto en carreteras tradicionalmente se paga mediante impuestos específicos sobre el combustible. El fideicomiso federal, en particular, obtiene su dinero del impuesto federal sobre la gasolina. En años recientes, sin embargo, los ingresos por el impuesto sobre la gasolina de manera consistente se han quedado cortos para las necesidades. Eso se debe, principalmente, a que la tasa impositiva –18,4 centavos por galón– no ha variado desde 1993, pese a que el nivel de precios en general ha subido más del 60%.
Es difícil pensar en alguna buena razón para que los impuestos sobre la gasolina sean tan bajos y es fácil pensar en razones, que van desde preocupaciones sobre el clima hasta reducir la dependencia de Oriente Medio, por las que la gasolina debería ser más cara. Por esos motivos, existen un muy buen argumento para aumentar el impuesto sobre la gasolina, hasta dejando de lado la necesidad de pagar el trabajo en las carreteras. Pero incluso si no estamos preparados para hacer eso en este mismo momento –si, digamos, queremos evitar un aumento en los impuestos hasta que la economía se fortalezca– no tenemos que dejar de construir y reparar carreteras. El Congreso puede –y ya lo ha hecho– rellenar el fideicomiso para carreteras tomando fondos de los ingresos generales. De hecho, cuando se “ha pasado el sombrero” ha metido $54.000 millones desde el 2008. ¿Por qué no hacerlo de nuevo?
Pero, no. No podemos sencillamente hacer un cheque a nombre del fondo de autopistas, porque eso aumentaría el déficit. Y los déficits son cosa del demonio, al menos cuando hay un demócrata en la Casa Blanca, aunque el Gobierno pueda tomar prestado a tasas de interés increíblemente bajas. Y no podemos aumentar los impuestos a la gasolina porque ese sería un aumento en los impuestos y los aumentos de impuestos son todavía más demoniacos que los déficits. Así las cosas, hay que dejar que nuestras carreteras se deterioren.
Si esto suena disparatado es debido, precisamente, a que sí lo es. Pero una lógica similar se encuentra detrás de la caída general en la inversión pública. La mayor parte de tal inversión la llevan a cabo gobiernos estatales y locales, que por lo general tienen que manejar presupuestos muy equilibrados y que han visto sus ingresos disminuir después del estallido de la burbuja inmobiliaria. Pero el gobierno federal pudo haber apoyado la inversión pública mediante subvenciones financiadas con déficit, y los estados mismos podrían haber recaudado más ingresos (cosa que algunos, pero no todos, hicieron). El colapso de la inversión pública fue, por lo tanto, una decisión política.
Lo que resulta útil respecto a la crisis de las autopistas que se vislumbra es que ilustra lo autodestructiva que tal decisión política se ha vuelto. Es algo bueno bloquear inversiones verdes o el tren de alta velocidad, o hasta la construcción de escuelas. Estoy a favor de tales cosas, pero muchos de la derecha no lo están. Pero todo el mundo, desde los centros de estudios progresistas hasta la Cámara de Comercio de los Estados Unidos, piensa que necesitamos buenas carreteras. Sin embargo, la combinación de ideología contra los impuestos e histeria por los déficits (en sí suscitada por un intento de obligar al presidente Obama a recortar gastos) significa que estamos permitiendo que nuestras carreteras, y nuestro futuro, se erosionen. Traducción de Gerardo Chaves para La Nación.
Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía del 2008.