Robert Benmosche, el ejecutivo en jefe de American International Group (AIG), dijo algo estúpido el otro día. Y debíamos sentirnos contentos porque sus comentarios ayudan a destacar un importante pero rara vez discutido costo de la desigualdad extrema de ingresos, que consiste en el surgimiento de un pequeño pero poderoso grupo de lo que solamente se pueden llamar “sociópatas”.
Para aquellos que no lo recuerdan, AIG es una gigantesca compañía de seguros que tuvo un papel crucial en la creación de la crisis económica global, al aprovechar portillos en la regulación financiera para vender vastos números de garantías de deuda que no tenía forma de honrar.
Hace cinco años, autoridades estadounidenses, que temían que el colapso de AIG pudiera desestabilizar al sistema financiero como un todo, intervinieron con un gigantesco rescate. Pero hasta los definidores de políticas sintieron que se habían aprovechado de ellos. Por ejemplo: Ben Bernanke, el presidente de la Reserva Federal, atestiguó posteriormente que ningún otro episodio de la crisis lo había enojado tanto.
Y la cosa empeoró. Durante un tiempo, AIG estaba bajo la tutela del gobierno federal, que era propietario del grueso de sus acciones, pero siguió pagando las grandes bonificaciones de los ejecutivos. Se produjo, comprensiblemente, mucho furor público.
Entonces, aquí tenemos lo que Benmosche hizo en una entrevista con el The Wall Street Journal : comparó el alboroto por las bonificaciones con los linchamientos en el Sur –el tipo verdadero, que incluía asesinato– y declaró que la reacción violenta ante las bonificaciones fue “igual de mala e igual de errónea”.
Puede que se considere increíble que alguien, siquiera por un instante, pensara que esta comparación era apropiada. Pero, en realidad, se ha producido una serie de historias similares. En el 2010, por ejemplo, hubo un exabrupto comparable de parte de Stephen Schwarzman, el presidente del Grupo Blackstone, una de las más grandes firmas del mundo en acciones de empresas privadas.
Al hablar acerca de propuestas para cerrar el portillo de la participación en beneficios –que permite a los ejecutivos de firmas como Blackstone pagar solamente el 15% en impuestos sobre buena parte de sus ingresos– Schwarzman declaró: “Es una guerra; es igual que cuando Hitler invadió Polonia en 1939”.
Y uno sabe que tales declaraciones reportadas públicamente no salen de la nada. Asuntos como este seguramente es lo que los amos del Universo se dicen unos a otros todo el tiempo, y reciben asentimiento y aprobación. Lo que sucede es que a veces olvidan que no se supone que digan tales cosas donde el populacho se pueda enterar.
También hay que notar lo que ambos hombres estaban defendiendo: sus privilegios. Schwarzman estaba indignado con la idea de que se le pudiera exigir el pago de impuestos exactamente igual que a la gente común y corriente; Benmosche estaba, en efecto, declarando que AIG tenía derecho al rescate público y que no se debía esperar que, a cambio, sus ejecutivos hicieran sacrificio alguno.
Esto es importante. Los ricos a veces hablan como si fueran personajes en La rebelión de Atlas , exigiendo de la sociedad nada más que los parásitos los dejen tranquilos. Pero estos hombres hablaban a favor, no en contra, de la redistribución; sí, pero la redistribución del 99 por ciento para gente como ellos. Esto no es doctrina libertaria, es una exigencia para recibir un trato especial. No se trata del autor de La rebelión de Atlas Ayn Rand, sino de régimen anticuado.
A veces, de hecho, los miembros del 0,01% son explícitos respecto a la idea que tienen de derechos propios. Fue, en cierto grado, refrescante cuando Charles Munger, el multimillonario vicepresidente de Berkshire Hathaway, declaró que deberíamos “dar gracias a Dios” por el rescate de Wall Street, pero que los estadounidenses ordinarios que tenían angustias económicas debían sencillamente dejar de llorar y arreglárselas como pudieran.
Incidentalmente, en otra entrevista –conducida en su villa a la orilla del mar en Dubrovnik, Croacia–, Benmosche declaró que la edad para jubilarse debería subir a los 70 y hasta los 80 años.
El asunto es que, en líneas generales, los ricos se han salido con la suya. Se rescató a Wall Street, pero no a los trabajadores y a los dueños de casas.
Nuestra llamada recuperación no ha hecho mucho por los trabajadores ordinarios, pero los ingresos para los que están en la parte más alta se han elevado: casi todas las ganancias desde el 2009 hasta el 2012 han ido a parar al 1% más rico y casi un tercio al 0,01 más rico; es decir, la gente con ingresos por más de $10 millones al año.
Entonces, ¿a qué se debe el enojo? ¿Por qué los lloriqueos? Y tomen en cuenta que los reclamos de que hay persecución contra los ricos no vienen de unos cuantos charlatanes pues han estado en todas las páginas de opinión y, de hecho, fueron tema central en la campaña presidencial de Romney el año pasado.
Bueno, tengo una teoría: cuando uno tiene tantísimo dinero, ¿qué está tratando de comprar al seguir acumulando aún más? Ya tiene múltiples mansiones, los sirvientes, el jet privado… Lo que en realidad quiere es adulación, quiere que el mundo se rinda a sus pies por los éxitos que amasa.
Y, por ese motivo, la idea de que gente en los medios de comunicación, en el Congreso y hasta en la Casa Blanca ande diciendo cosas críticas respecto a personas como uno lo vuelve loco.
Por supuesto, es algo increíblemente baladí. Pero el dinero trae poder y, gracias a la creciente desigualdad, estas personas baladíes tienen mucho dinero.
De ahí que sus lloriqueos, su enojo por no recibir deferencia universal, puedan tener consecuencias políticas reales.
¡Hay que temer a la ira de ese 0,01%!
Traducción de Gerardo Chaves para La Nación
Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y Premio Nobel de Economía del 2008.