El economista Robert Pindyck, del Massachussets Institute of Technology, examinó recientemente los modelos de computadoras que estiman los efectos y costos del cambio climático y no le gustó lo que halló. Los modelos reflejan dos grandes incertidumbres, dice. Primero, no sabemos en qué medida el aumento de anhídrido carbónico elevará las temperaturas globales. “Hay curvas de retroalimentación” –interacciones entre los gases de invernadero y el clima– “que no son fáciles de medir”; los modelos hacen suposiciones. Después, dice, no sabemos qué pérdidas económicas resultarán de las temperaturas más altas. Más suposiciones. Las “funciones de los daños” en los modelos, agrega, “son completamente inventadas”.
Pyndick suena como alguien “que niega el calentamiento global”. Pero no lo es. Es cierto, Pyndick piensa que el cambio climático y sus adversas consecuencias económicas podrían ser exageradas. También piensa que podrían ser terriblemente subestimadas. Los efectos podrían ser, en última instancia, catastróficos. Simplemente, no lo sabemos. La ignorancia impera. El mejor curso de acción, dice, sería adoptar un modesto impuesto al carbono –porque sin duda hay algunos efectos nocivos– y ajustarlo a medida que conozcamos más cosas. Mientras tanto, no debemos suponer que los modelos de computadoras expresan verdades científicas. “Los modelos crean una ilusión de conocimiento”, indicó. “Para mí, la cuestión es ser honesto”.
Yo considero a Pyndick un pragmático del calentamiento global, que adopta una posición media que me resulta atractiva. Reconoce las incertidumbres del calentamiento, pero no las usa como una excusa para la inacción. Durante años, he abogado por un impuesto al carbono –porque avanzaría otros objetivos nacionales–. Podría reducir el déficit presupuestario y realzar la seguridad energética, presionando para que los consumidores adopten automóviles y camiones más eficientes. Ese es mi estándar: Apoyar políticas que, aunque encaren el cambio climático, puedan justificarse por otros motivos.
Es una solución parcial, porque no hay una solución completa. Si el calentamiento global es tan peligroso como dicen los alarmistas, no podemos hacer demasiado. El mundo ahora obtiene más del 80% de su energía de combustibles fósiles (petróleo, carbón, gas natural), que, al quemarse, son la fuente principal del CO2 creado por el hombre. A menos que haya un descubrimiento tecnológico, no hay manera de reemplazar esa energía sin cerrar gran parte de la economía mundial. En sus proyecciones, la Administración de Información Energética de Estados Unidos (EIA, por sus siglas en inglés) pronostica que, a pesar del supuesto crecimiento rápido en la energía solar y eólica, los combustibles fósiles aún proporcionarán casi cuatro quintos de la energía global en el 2040.
Además, el uso energético total en estas décadas también aumentaría en un 50%, dice la EIA, reflejando, principalmente, la búsqueda de crecimiento económico y estándares de vida más altos de los países pobres. Eso significa que las emisiones de CO2 se elevarían alrededor de un 50% y provendrían, en su mayor parte, de las naciones pobres. Un estudio del 2012 de World Resources Institute, un grupo dedicado al medio ambiente, halló que se habían propuesto casi 1.200 plantas nuevas de carbón en todo el mundo, tres cuartas partes de ellas en China e India.
En cambio, se proyecta que las emisiones de gases de efecto invernadero en Estados Unidos, Europa y Japón quedarán igual en las próximas tres décadas. En Estados Unidos, eso es el reflejo de vehículos más eficientes, un cambio del carbón al gas natural para la generación de electricidad (el gas natural produce cerca de la mitad que el carbón), más energía renovable y una economía en general menos intensiva en energía. En Europa y Japón, el lento crecimiento económico y las poblaciones estancadas –o en declive– también deprimen la demanda.
Aun así, la política climática está sumida en una parálisis. No es que la gente no crea en el calentamiento. En una encuesta Pew, el 84% de los demócratas y el 46% de los republicanos están de acuerdo con que hay “pruebas sólidas de que la Tierra se está calentando”. Pero la acción concreta se hunde por tres obstáculos políticos.
Primero, requiere un acuerdo colectivo. Todos los países principales, entre ellos China, deben unirse; de lo contrario, la reducción en las emisiones de algunos de ellos se verá anegada por los aumentos de los otros. Es de comprender que los países más pobres se sientan reacios a renunciar a una energía barata, que necesitan para reducir la pobreza.
Segundo, requiere que el gobierno inflija daños (costos energéticos más elevados) sobre los ciudadanos de hoy en día para las mejoras hipotéticas (menos calentamiento global) a beneficios de los ciudadanos del mañana. El aspecto político es desagradable.
Tercero, los ecólogos han descrito el panorama del calentamiento global en términos tan funestos que es dudoso que todo conjunto de normas plausibles pueda impedir la calamidad. Si el destino es el fracaso, ¿por qué preocuparse?
No hay una manera obvia de superar estos obstáculos. ¿Por qué no intentar algo diferente? Lo esencial del asunto es poner un precio sobre el carbono –mediante un impuesto al petróleo, el carbón y el gas natural– que refleje los costos del calentamiento global. Eso promovería la eficiencia energética y favorecería las energías renovables. El problema, como dice Pyndick, es que no sabemos cuál debería ser ese impuesto, porque no conocemos los efectos totales del calentamiento global.
Pero sí conocemos el tamaño del déficit presupuestario y sabemos que las rentas de un impuesto al carbono podrían ayudar a simplificar el impuesto a los ingresos. Al encarar problemas múltiples, un impuesto al carbono, que se sabe que no es popular, podría obtener mayor apoyo.
¿Quién sabe? Hasta podría ser que llegue a aprobarse.
ROBERT SAMUELSON inició su carrera como periodista de negocios en The Washington Post, en 1969. Además, fue reportero y columnista de prestigiosas revistas como Newsweek y National Journal.