En su actual curso, la Corte Suprema revocará finalmente el fallo de 1976 en Buckley vs. Valeo, la histórica causa que confirma la legislación para la “reforma” de la campaña financiera. Cuanto antes mejor, porque Buckley expresamente ignoró la orden de la Primera Enmienda, de que “El Congreso no promulgará ley alguna ... que coarte la libertad de expresión”. En lugar de libertad de expresión, ahora tenemos una regulación de la expresión, que ha atrapado a las elecciones en una maraña de reglas extrañas y opacas. La semana pasada, en McCutcheon et al. vs. Comisión Electoral Federal, el tribunal comenzó a apartarse levemente de la causa Buckley al revocar uno de sus límites para la libre expresión. Los detalles son menos importantes que la dirección emprendida por el tribunal.
Dejemos en claro lo que está en juego.
La libre expresión no es expresión con la que uno concuerde, pronunciada por un individuo que uno admira. Es expresión que uno halla estúpida, egoísta, peligrosa, poco informada o amenazante, emitida y patrocinada por una persona que uno desprecia, teme o ridiculiza. La libre expresión es poco popular, debatible y, a veces, desagradable. Refleja la tolerancia de las diferencias. Si todos estuviéramos de acuerdo en todo, no la necesitaríamos.
En la democracia norteamericana, esta libre expresión desempeña dos funciones vitales. La primera es bien reconocida: moldear la opinión para influir en las elecciones lo que, a su vez, determina el clima social y da dirección al gobierno. Valoramos el “mercado de ideas” porque (suponemos) que nos permite, mediante el intercambio de ellas, llegar a otras mejores y tantear el camino hacia un consenso, en los temas difíciles.
La segunda función de la libertad de expresión es menos comprendida. Respalda la legitimidad del sistema político. Ayuda a los perdedores, en la lucha por la opinión pública y el éxito electoral, a aceptar sus destinos. Los ayuda a mantenerse leales al sistema, aunque los haya decepcionado. Aceptarán los resultados, porque creen que tuvieron una oportunidad justa de expresar y promover sus opiniones. Siempre queda la próxima elección. La libertad de expresión sostiene nuestro concepto más amplio de libertad.
La “reforma” de la campaña financiera degrada estas virtudes básicas en un esfuerzo quijotesco por regular la política. ¿Cómo ocurrió eso? La respuesta es la historia. Watergate involucró algunas maniobras especialmente sórdidas durante la campaña, realizadas por los secuaces del presidente Nixon. Cuando se expusieron estos abusos, se produjo una reacción negativa. Libraríamos la política de los males del dinero. Surgió una ideología de la “reforma” que subordinó la Primera Enmienda a estas elevadas ambiciones.
En esta ideología, el dinero no es expresión. La expresión es expresión; las contribuciones pueden reducirse para mejorar el sistema político, sin ofender la Primera Enmienda. Hacerlo es importante porque la alternativa consigna los vastos poderes del gobierno a los ricos. Mediante contribuciones desproporcionadas, estos intereses poderosos ganan elecciones e imponen sus estrechos objetivos a la nación. Es la forma máxima de corrupción de la política y el gobierno.
En todo ello hay una atractiva lógica para los bien intencionados. Sólo existe un problema: Cada una de estas aseveraciones básicas es falsa.
En la política, el dinero es expresión. Su objetivo es afectar la forma en que la gente se comporta. Requiere dinero contratar personal para las campañas, armar un sitio web, comprar tiempo para avisos políticos y demás. Los políticos sin dinero no pueden comunicarse fácilmente. Limitar mi capacidad de contribuir a las campañas de los candidatos y de los partidos restringe mis derechos otorgados por la Primera Enmienda.
Aún así, eso no significa que los contribuyentes ricos puedan entregar elecciones. Es cierto, muchos de los ricos han evadido los límites de las contribuciones a un candidato, dando dinero a grupos “independientes”. Pero los súper ricos no constituyen un bloque monolítico. Hay súper ricos conservadores y súper ricos liberales. Los grupos empresariales a menudo están divididos. Tampoco el dinero garantiza una victoria. Después de un cierto punto, con más dinero se impone la ley de rendimientos decrecientes. El dinero puede malgastarse, y se malgasta.
Cualquiera sea la influencia de los donantes, el gobierno no es el dominio de los ricos y de los intereses empresariales. El blanco de la mayoría de las regulaciones son las empresas. Seguro, los grupos empresariales y los ricos a veces se aseguran regulaciones, exenciones fiscales y subsidios favorables. Pero sus triunfos suponen una pequeña parte del cuadro general.
La “reforma” de la campaña financiera intenta arreglar un problema que, en realidad, no existe. No sólo ha fracasado, sino que ha empeorado la situación. En Buckley vs. Valeo, el tribunal tuvo que adoptar una base para reconocer los límites de los derechos de la Primera Enmienda. El motivo escogido fue impedir “la corrupción de la apariencia de corrupción”. Así pues, los defensores y el tribunal deben repetir constantemente que el actual sistema es “corrupto”. Mientras tanto, los diversos límites de la ley obligan a la gente que desea gastar por encima de los límites a realizar evasiones cada vez más complejas que parecen sucias y van en contra del espíritu de la ley. Pero la culpa es de la ley, no de la gente. Cuanto antes desaparezca, mejor.
Robert Samuelson inició su carrera como periodista de negocios en The Washington Post, en 1969. Además, fue reportero y columnista de prestigiosas revistas como Newsweek y National Journal.