Recientemente, dos equipos de investigación, que trabajaban de manera independiente y usaban diferentes métodos, llegaron a una alarmante conclusión: la capa de hielo de la Antártida occidental tiene los días contados. El deslizamiento de la capa hacia el océano y la marcada elevación en los niveles de los mares probablemente sucederán de manera muy lenta. Pero se trata de algo irreversible. Aunque tomáramos acciones drásticas para limitar el calentamiento global en este mismo momento, este excepcional proceso de cambio ambiental ha alcanzado un punto desde donde no hay regreso.
Mientras tanto, el senador Marco Rubio, de Florida –un estado del que buena parte está condenada a hundirse bajo las olas—discrepó con fuerza del cambio climático. Puede que algunos lectores recuerden que en el 2012, cuando se preguntó al senador Rubio cuál creía que era la edad de la Tierra, replicó: “No soy científico, hombre”. Esta vez, sin embargo, lleno de confianza declaró falso el abrumador consenso científico sobre el cambio climático, aunque en una entrevista posterior fue incapaz de citar fuente alguna para sustentar su escepticismo.
Entonces, ¿por qué iba el senador a hacer semejante afirmación? La respuesta es que, igual que la capa de hielo, la evolución intelectual de su partido (o para decirlo de manera más exacta, su degeneración) ha llegado a un punto del que no hay retorno, en el que la lealtad a falsas doctrinas se ha convertido en crucial distintivo de identidad.
Últimamente he estado pensando mucho respecto al poder de las doctrinas, en cómo el apoyo a un falso dogma se puede convertir en algo políticamente obligatorio y en cómo la abrumadora evidencia a contrario solamente vuelve esos dogmas más fuertes y extremistas. De manera casi total, me he centrado en asuntos económicos, pero lo mismo es válido, con una fuerza aún mayor, para el clima.
Para ver cómo funciona esto, pensemos en un tema que conozco bien: la historia reciente de las medidas de miedo con la inflación.
Han pasado más de cinco años desde que muchos conservadores empezaron a advertir de que la Reserva Federal, al tomar acción para contener la crisis fiscal y estimular la economía, estaba montando el escenario para una inflación desbocada. Y, para ser justos, esa no era una posición alocada en el 2009. Uno podría haber dicho que eso era erróneo (de hecho, lo hice), pero se podía ver de dónde venía.
Con el paso del tiempo, sin embargo, como la inflación prometida seguía sin llegar, se debió llegar a un punto en el que los inflacionistas admitían su error y seguían adelante.
No obstante, pocos lo hicieron. En vez de eso, redoblaron sus predicciones de ruina y algunos pasaron a teorías de conspiración, alegando que la alta inflación ya estaba presente, pero que funcionarios gubernamentales la ocultaban.
¿A qué se debe el mal comportamiento? A nadie le gusta admitir equivocaciones y todos nosotros –incluso aquello que tratamos de no hacerlo—a veces caemos en razonamiento motivado, citando hechos de manera selectiva con tal de sustentar nuestras ideas preconcebidas.
Pero, por difícil que sea admitir los errores propios, es mucho más difícil admitir que el movimiento político de uno, como un todo, lo ha malinterpretado de manera estrepitosa. La fobia a la inflación siempre ha estado muy ligada con la política de derecha; admitir que esta fobia era desacertada hubiera significado conceder que un lado entero de la división política estaba fuera de base en lo fundamental respecto a la forma en que la economía funciona. Por ese motivo la mayoría de los inflacionistas ha respondido al fracaso de su predicción volviéndose más –no menos—extremistas en su dogma, lo que hará aún más difícil que admitan alguna vez que ellos, y el movimiento político al que sirven, han estado equivocados todo el tiempo.
El mismo tipo de cosa está sucediendo en el asunto del calentamiento global. Obviamente, hay algunos factores esenciales subyacentes en el escepticismo sobre el clima del Partido Republicano: La influencia de poderosos intereses particulares (incluyendo, aunque de ningún modo limitado, a los hermanos Koch), más la hostilidad del partido a cualquier argumentación para la intervención gubernamental. Pero claramente hay también algún tipo de proceso acumulativo que está en desarrollo. Como la evidencia para un cambio climático se sigue acumulando, el compromiso del Partido Republicano con la negativa sencillamente se vuelve más fuerte.
Piénselo de este modo: Había una vez cuando era posible tomar el cambio climático en serio al tiempo que uno seguía como republicano respetable. Hoy, escuchar a científicos climáticos le vale a uno la excomunión; de ahí la declaración de Rubio, que fue efectivamente un juramento de lealtad partidaria.
Y las posiciones verdaderamente locas se están volviendo la norma. Hace una década, solamente los elementos marginales extremistas del Partido Republicano afirmaban que el calentamiento global era un fraude inventado por una vasta conspiración global de científicos (aunque hasta dentro de esos elementos marginales se incluían algunos políticos poderosos). Hoy, tales teorías de la conspiración son cosa corriente dentro del partido, y rápidamente se están volviendo imperativas; las cacerías de brujas en contra de científicos que reportan evidencia del calentamiento se han vuelto procedimiento normal y el escepticismo respecto a la ciencia del clima se está convirtiendo en hostilidad hacia la ciencia en general.
Es difícil concebir lo que pueda revertir esta creciente hostilidad con la ciencia inconveniente. Como dije, el proceso de la regresión intelectual parece haber alcanzado el punto del que no hay vuelta atrás. Y eso me asusta más que las noticias respecto a la capa de hielo.
Traducción de Gerardo Chaves para La Nación
Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía del 2008.