Cuando el perfeccionista invierte tiempo y energía en ponerle el infinitésimo que le falta a algo para ser perfecto, se le suele recordar que lo perfecto es enemigo de lo bueno.
Está bien que un chico quiera sacar 10 en todo. ¿Pero la energía que compromete en ese afán no estaría mejor empleada en querer obtener una buena nota e ir dinámicamente mejorando sus destrezas hasta que cada vez pudiera obtenerlas mejores?
La sobreintención, aparte de que constituye una demanda de energía, podría paradójicamente obstaculizar los buenos resultados.
Al buen ejecutante se le exige perfección. No basta con que ejecute bien todas las notas menos una. Tiene que ejecutarlas bien todas. Para eso ensaya denodadamente.
Pero su vida emocional sería bien desagradable si se sintiera abrumado por el peso de ser perfecto. Ensaya y ensaya para que la probabilidad de fallar en una nota tienda a cero. Pero no se agobia pensando en todas las notas en las que podría fallar.
Hay muchas jugadas en un partido. No todas son ejecutar un penal en la final de la copa.
Pero si nos pasamos al terreno de los hábitos, ahí sí que el argumento es otro. Siempre hay que decir la verdad; siempre hay que cumplir la ley; siempre hay que tener buena intención; siempre hay que escuchar al otro.
El hábito es una actitud que se convirtió en segunda naturaleza, mientras los resultados de nuestras acciones –decidir, ejecutar– dependen de la naturaleza de las cosas en las cuales se haga la aplicación.
Cada día, al levantarnos, renovamos nuestra intención de que decisiones y acciones nos salgan bien, pero sabemos que la naturaleza compleja, desconocida y difícil de algunas hará que unas salgan bien y otras no.
Lo peor que podría ocurrir es que nuestro deseo de que todo saliera perfecto nos hiciera volver a la cama.
Esa sería la forma de no fallar. Y también de no hacer. Fallamos en el 100 por ciento de lo que no intentamos.
Decía un exitoso empresario que en su vida le habían salido bien tres de cada 10 proyectos. Eso le bastaba para considerarse exitoso.