Se ha convertido en un santo y seña en los círculos de innovación, esta frase del profesor Matson (Jack V.) de Penn State: Fallar pronto, inteligentemente.
Podemos pasarnos la vida elaborando mentalmente una idea aplicable, pero el valor de las ideas aplicables está en aplicarlas con éxito. De poco sirve que conceptualmente la idea salga aprobada. Las ideas aplicables, se aplican en la realidad y la realidad tiene formas singulares de darnos a entender que lo que funciona conceptualmente no siempre funciona en la práctica.
Por eso, cuanto más pronto apliquemos la idea y podamos recoger la respuesta de la realidad, más pronto entraremos en el modo de “esto no funcionó y vamos a ver por qué”. Es lo que se llama experimentar.
¿Qué es fallar inteligentemente? Experimentar no es intentar aplicar algo a troche y moche. El buen experimento tiene una etapa previa de formulación conceptual. El buen experimento demanda que hagamos el trabajo de diseñarlo; es decir, preparar la aplicación de una idea, de tal manera que luego podamos recoger la mayor cantidad de aprendizajes. Porque a veces las cosas no funcionan, y el experimento está tan mal preparado que no sabemos por qué. O peor: a veces funcionan y nos quedamos preguntándonos si funcionarán en otros casos.
No hay que temer fallar si el experimento está bien diseñado porque de él aprenderemos. Y en el próximo, aplicaremos lo aprendido e iremos acercándonos al éxito. Esperar el éxito a la primera, no es realista y, además, es fuente de frustración. Si el éxito requiere de varios intentos, entonces fallar no es tiempo perdido. Nadie piensa que en una escalera el único escalón que interesa es el último. No hay pasos perdidos en una escalera.
Como cada fallo toma tiempo, cuanto más pronto cumplamos la cuota de fallos que un asunto requiere, mejor. Así que cumplamos la etapa de pensamiento, pero cultivemos también la etapa de experimentación y fallos.