Unas pocas ideas han sido de altísima rentabilidad para la humanidad. Estandarizar por ejemplo. Imaginemos si los fabricantes de implementos eléctricos utilizaran distintos diámetros para sóquets y bombillas. O si los repuestos de un auto tuvieran dimensiones diferentes a los de otro del mismo modelo.
En ciertas actividades, el toque personal es lo que da valor a los productos. El chef cuyos platos tuvieran el mismo sabor que los de otro, no tendría ventaja competitiva. Tampoco el violinista cuya ejecución se escuchara igual que la de otro. No habría divas ni divos.
En procura de la calidad, se estandarizan procesos. En busca de productividad también. Si el médico de la seguridad social tiene que atender a tantos pacientes por hora, tendrá que estandarizar la consulta. A ello lo pueden ayudar protocolos y fórmulas. Si tiene que llenar un formulario, nunca se olvidará de registrar la edad del paciente o el momento de la aparición de los síntomas. Pero queda un espacio de libertad: la interacción humana podría enriquecerse ajustando la calidez y la jovialidad a las necesidades o circunstancias del paciente. Sonreír no toma tiempo. Ni mirar a los ojos.
Cuando se estandariza, se uniforma, se regimenta. El peligro está en esclerosar, en bloquear la iniciativa. Hay distintas formas de matar pulgas, dicen los que quieren ser dejados libres para hacer las cosas a su modo. Pero todos sabemos que hay formas de matar pulgas que no las matan o las multiplican. Estamos en esto, siempre enfrentados al riesgo de rechazar una práctica fecunda. Pero existe también el riesgo de rechazar un protocolo probado, de ignorar imprudentemente lo que ha dado buenos resultados. Hacer la distinción entre ambos riesgos ocupa un lugar importante en los esfuerzos de mejoramiento de la calidad. acedenog@gmail.com