Una persona vivía al lado de un arroyo. Disfrutaba de su presencia. Reflexionaba sobre el permanecer y el transcurrir. Sobre lo trascendente y lo cotidiano. Y un día tuvo una idea. Sacaría agua de vez en cuando, la congelaría y haría con cada bloque una escultura: unas pequeñas, otras más grandes, unas simples, otras complejas, unas bellas y otras no tan bellas.
Vemos transcurrir el arroyo del tiempo. Todos los días vemos pasar 24 horas que no volverán. No hay forma de detener el tiempo, pero sí tal vez de transformarlo.
Sobrecogen esas estadísticas efectistas que dicen cuánto tiempo se gasta a lo largo de la vida en transportarse al trabajo o en cepillarse los dientes.
Las que dicen que se necesitan tres horas al día, todos los días, durante diez años para desarrollar plenamente un talento complejo como la música o el ajedrez.
Un álbum fotográfico es una forma de detener el tiempo. No está ahí todo.
Están los “momentos Kodak” que llamábamos antes: la fiesta, el paseo, la visita inesperada, el bautizo, la boda, la graduación. Son las esculturas congeladas que muestran que no todo el tiempo transcurrió en banalidades.
Un portafolio, instrumento de evaluación singular en algunas carreras, guarda el breve ensayo, el apunte importante, la ficha para memorizar, las preguntas al final de un tema, la aplicación elemental de un conocimiento, el objetivo del proyecto de investigación, los descubrimientos que se fueron haciendo sobre la propia forma de aprender.
Se convierte así en un testimonio del camino que el estudiante siguió a lo largo del curso. Esculturas congeladas que señalan el camino del desarrollo personal en una particular dimensión.
No hay forma de detener el tiempo, pero sí hay forma de invertirlo en hacer esculturas, en momentos singulares, en hitos de nuestro desarrollo.
¿A cuáles de las acciones de este día conviene dedicarles tiempo y atención porque pueden convertirse en esculturas, en hitos, en frutos trascendentes? ¿Cuáles son simplemente agua que corre y solo hace ruido?