Me gusta ver a Jesús desde una perspectiva histórica, para hacerme acompañar por los no creyentes. En términos de hoy, pienso que Jesús es un campeón de la aceptación de las diferencias. El relato evangélico sobre la moneda que en un lado muestra al César, es un ejemplo de equidistancia, de equilibrio. Un ejemplo de plataforma de entendimiento y de punto de partida de eventuales negociaciones.
Son diferentes los pobres, los sin poder, los enfermos, todos portadores de mayores limitaciones que los demás. No portadores de limitaciones porque, ¿quién no las tiene?
En ese sentido, la Navidad podría conducir a entendernos unos a otros, como lo que Caín no quiso ser: guardián de su hermano. Y así podría dar fundamento a una solidaridad que no tuviera solo la finalidad epidérmica de garantizarnos una convivencia pacífica. Que no fuera solo una forma política de comprar un seguro para mantener el statu quo .
Una solidaridad más proactiva, en la cual miráramos a la seguridad social y la educación pública como formas de atender las necesidades de los diferentes. Que nos llevara a mirar al ambiente como cosa no solo de todos los que ya estamos, sino incluso, de aquellos que aún no están aquí. Que mirara por encima de las fronteras, del color de la piel y afinidades culturales.
Una solidaridad que nos abriera el corazón que mira a los demás y nos cerrara un poco los ojos que observan hacia las vitrinas y hacia la tarjeta de crédito, ambos elementos de la carrera consumista. Así nos acercaríamos un poco a las aves del cielo y a los lirios del campo. Apostaríamos a la fecundidad indudable de la realidad. Buscaríamos, primero, lo que tiene más sentido, y esperaríamos a que lo demás se nos diera por añadidura. Nos convertiríamos en lo que el evangelio llama “hombres de buena voluntad”. Y mereceríamos la paz ofrecida aquella noche por las voces del cielo.