En varias columnas anteriores, hemos analizado el problema de si el impuesto a los dividendos de las sociedades mercantiles (imposición sobre la renta disponible) constituye o no un caso de doble tributación.
Esto por cuanto las sociedades pagan impuesto de renta sobre sus utilidades, pero al momento de repartir dividendos retienen también un impuesto que deben pagar los socios en lo personal.
Desde el punto de vista de la realidad económica, la doble imposición consiste en que todos los socios (en sentido general) tienen que soportar primero el impuesto directo que se impone a la empresa y, luego, sobre el remanente de utilidades, deben pagar (en lo personal) otro impuesto al momento de repartirse los dividendos.
Ambos impuestos recaen sobre la misma riqueza, esto es, las utilidades que produjo la compañía.
Algunas de las soluciones que se han sugerido para evitar este problema, son las siguientes:
1.- Sistema de exención del impuesto sobre dividendos: consiste en eliminar el impuesto a los dividendos y mantener solamente el impuesto sobre la totalidad de renta generada por las sociedades.
Esa fórmula parece adecuada sobre todo para pequeñas empresas; sin embargo, no parece viable que nuestras autoridades tributarias promuevan una reforma en tal sentido.
2.- Sistema de integración: consiste en que las personas físicas puedan deducir de su impuesto sobre la renta la parte del impuesto que ha gravado previamente los dividendos repartidos a los accionistas, de manera que puedan coexistir los dos impuestos con autonomía pero aliviando la carga de los inversionistas.
Esta vía elimina la doble tributación económica, pero difícilmente será de aceptación en nuestro medio.
3.- Sistema de exención del impuesto sobre sociedades: este planteamiento sugiere no gravar en el impuesto sobre sociedades la parte de los beneficios que se van a distribuir, de manera que los dividendos serían gravados únicamente en el impuesto sobre la renta de las personas físicas.
Desde que esta alternativa significa una menor tributación, tampoco sería del agrado de los jerarcas de la hacienda pública.
Y es que, a final de cuentas, la fórmula actual no favorece a los socios, pero atrae mayores recursos al Estado y es el Estado el que promulga las leyes tributarias.