No resulta constructiva para el país la reducción del problema a una o unas pocas causas.
Ni tampoco la acusación mutua sobre quiénes son los culpables o los responsables de resolverlo. Ni la propuesta impulsiva de soluciones que tienen más contenido de frustración que de eficacia estratégica.
Quizá la situación no tenga una solución total, pero sin duda la ciencia, las técnicas y el buen juicio político, podrán aportar mucho para mejorarla.
El planteamiento de este problema debe enriquecerse agregándole dimensiones éticas. Está torcida y se sigue torciendo la concepción de lo que es socialmente funcional o socialmente disfuncional.
No todo lo que es beneficioso o satisfactorio para alguien, es socialmente lícito. La satisfacción individual no debe ser el único criterio de aceptación de una acción. En la dimensión moral, ese criterio borra la frontera entre el bien y el mal.
Es un hecho que la intolerancia puede degenerar en homicidio y que entonces la solución no está en restringir el uso de armas potencialmente homicidas sino en educarnos para la convivencia civilizada.
Pero ese enfoque minimalista podría ser sustituido por un desafío de alto vuelo, consistente en plantearnos cultivar un comportamiento solidario, generoso.
Eso contribuiría a hacer menos probable la emergencia de hechos violentos, pero aun si no la redujera, nos dejaría un saldo positivo como sociedad, ya que habríamos creado, con la acción proactiva de cada uno, una nación donde nos sentiríamos responsables del desarrollo y el bienestar de los demás.