Lo que las personas saben es muy valioso, si usted quiere ponerlas a dar charlas.
Pero, si quiere darles un encargo, ponerlas a hacer algo concreto, como ocurre en las empresas, los conocimientos son necesarios, pero no suficientes.
Selección. Es un error seleccionar currículos y no personas. En algunas empresas, eso se sigue haciendo.
En otras, las más avanzadas, lo que se busca no es cuánto saben las personas, sino cuáles competencias tienen.
Pueden ser expertos en su materia, pero incapaces en comunicar por escrito lo que desean.
Haga este test: invente una situación y pídale a alguien que redacte un “recado” en el cual solicite ayuda para resolver esa situación. No todos aprobarán el test.
Y ¿en qué consisten las competencias?
Se trata de habilidades y actitudes que sirven para hacer que los conocimientos se conviertan en resultados.
A quien no sabe nadar –una habilidad– de poco le sirve poder especular conceptualmente sobre el Principio de Arquímedes.
Y lo que hace a un ingeniero no son las matemáticas y la física, sino el ingenio.
Algo que me preocupa sobre el concepto de competencias es que muchas personas lo han circunscrito al terreno laboral.
Entonces, se habla de la habilidad para resolver problemas, para prever situaciones, para entusiasmar a otros, para acomodar la agresividad y la vanidad, para ser un buen miembro de equipo, o sea, para ser una persona eficaz de 8 a. m. a 5 p. m.
Pero, si aspiramos a contar con personas eficaces 24/7, aquello nos deja por fuera competencias vitales, como, por ejemplo, la habilidad para poder lidiar con el dolor moral de un fracaso o de una pérdida.
La compasión, que tal vez no tengamos que utilizarla nunca en la vida profesional, pero que tan importante resulta cotidianamente.
La empatía, que nos hace ser buenos compañeros en el camino de la vida. La capacidad de elegir una posición espiritual madura.
O el realismo, que nos va convenciendo que la Luna no es de queso.