UNDATED -- BC-KRUGMAN-COLUMN-MUG-NYTSF -- 9/13/10 New York, NY, Paul Krugman. (CREDIT: Fred R. Conrad/The New York Times) (Conrad)
Inesperadamente, se ha vuelto fácil ver la forma en que el euro –aquel grandioso e imperfecto experimento de unión monetaria sin unión política– podría desmoronarse. No hablamos de una perspectiva distante, tampoco. Las cosas podrían venirse abajo con abrumadora velocidad, en cuestión de meses, no de años. Y los costos, tanto en lo económico como en lo político –que tal vez sea aún más importante– podrían ser descomunales.
Esto no tiene que suceder. El euro (o al menos la mayor parte de él) todavía se puede salvar. Pero esto exigirá que los líderes europeos, en especial de Alemania y del Banco Central Europeo, empiecen a actuar de manera muy diferente a como lo han hecho en los últimos años. Necesitan dejar de moralizar y tratar con la realidad; necesitan dejar de contemporizar y, para variar, adelantarse a la curva.
Deseara poder decir que soy optimista.
Hasta ahora la historia es la siguiente: cuando el euro vio la luz, hubo una gran oleada de optimismo en Europa y eso –resultó– fue lo peor que pudo haber ocurrido. El dinero llegó a raudales a España y otras naciones, que entonces se miraban como inversiones seguras. Esta inundación de capital alimentó gigantescas burbujas inmobiliarias y descomunales déficits comerciales. Entonces, con la crisis financiera del 2008, el flujo se secó, provocando severas crisis en las naciones que precisamente habían florecido anteriormente.
En ese punto, la falta de unión política de Europa se convirtió en una severa desventaja. Tanto Florida como España tuvieron burbujas inmobiliarias, pero cuando la de Florida estalló, los jubilados siguieron contando con los cheques de Seguridad Social y de Medicare que venían de Washington. España no recibe un apoyo comparable, por lo que la burbuja estallada se convirtió también en una crisis fiscal.
La respuesta de Europa ha sido austeridad: salvajes recortes de gastos en un intento por tranquilizar a los mercados de bonos. Sin embargo, como cualquier economista sensato podía decir (y lo dijimos, sí lo dijimos), estos recortes profundizaron la crisis de las atribuladas economías de Europa, lo que resultó en mayor erosión de la confianza de los inversionistas y llevó a creciente inestabilidad política.
Y ahora llega el momento de la verdad.
Grecia, por el momento, es el foco de atención. Los electores, quienes comprensiblemente están enojados con las políticas responsables de un 22 por ciento de desempleo –más del 50 por ciento entre los jóvenes–, se volvieron contra los partidos que han puesto en efecto tales políticas. Y debido a que el establecimiento político entero de Grecia fue, en efecto, intimidado para que endosara una ortodoxia política condenada al fracaso, el resultado del disgusto de los electores ha sido creciente poder para los extremistas. Aunque las encuestas estuvieran equivocadas y la coalición gobernante de algún modo consiguiera, a duras penas, la mayoría en la próxima ronda de votación, este juego, en lo básico, se acabó: Grecia no quiere ni puede poner en efecto las políticas que Alemania y el Banco Central Europeo están exigiendo.
Entonces, ¿qué pasa ahora? En este momento, Grecia está experimentando lo que se llama un “trote bancario”: una especie de pánico bancario en cámara lenta, conforme más y más depositantes retiran el dinero anticipándose a una posible salida de Grecia del euro. El Banco Central de Europa, de hecho, está financiando este pánico al prestar a Grecia los euros necesarios; y (probablemente) cuando el Banco Central decida que no puede prestar más, Grecia se verá forzada a abandonar el euro y a emitir su propia moneda de nuevo.
Esta demostración de que el euro, de hecho, es reversible conduciría, a la vez, a pánicos en los bancos de España y de Italia. Una vez más, el Banco Central Europeo se vería forzado a decidir si da financiamiento abierto o no; si dijera que no, el euro como un todo estallaría.
Sin embargo, no basta con el financiamiento. A Italia y, en particular, a España, hay que darles esperanza: un ambiente económico en el que tengan alguna perspectiva razonable de salir de la austeridad y la depresión. Hablando realistamente, la única forma de lograr tal ambiente sería que el Banco Central se deshiciera de la obsesión con la estabilidad en los precios, aceptara y más bien alentara varios años de inflación de entre el 3 y el 4 por ciento en Europa (y, más que eso, en Alemania).
Tanto los banqueros centrales como los alemanes odian tal idea, pero es la única forma plausible en que se puede salvar al euro. Durante los últimos dos años y medio, los líderes europeos han respondido a la crisis con medidas a medias que compran tiempo, pero todavía no han aprovechado ese tiempo. Ahora el tiempo se acabó.
Entonces, ¿se va a poner Europa finalmente a la altura de las circunstancias? Esperemos que así sea, y no solo porque el descalabro del euro tendría efectos negativos por todo el mundo sino porque los más altos costos del fracaso de las políticas europeas probablemente sean políticos.
Pensémoslo de este modo: el fracaso del euro equivaldría a una descomunal derrota del proyecto europeo más amplio, del intento por traer paz, prosperidad y democracia a un continente con una historia muy convulsa. También tendría en mucho el mismo efecto que el fracaso de la austeridad experimentada en Grecia: desacreditar a la principal corriente política y dar poder a los extremistas.
Todos nosotros, entonces, somos parte muy interesada en el éxito europeo; sin embargo, corresponde a los europeos mismos producir tal éxito. El mundo entero está esperando para ver si están a la altura de la tarea. Traducción de Gerardo Chaves para La Nación
Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía del 2008.