Si amortigua la pelota con el pecho, remata de seguido sin dejarla caer y anota un golazo, con costos se le ve sonreír. Si en plena entrevista, ante cámaras, se le recuerda que antes corría como un loco en cada gol festejado, se echa a reír, relajado, feliz de la vida. Desde hace tres meses, McDonald parece uno en la cancha y otro al quitarse los zapatos de fútbol.
Hay un antes y un después del minuto 88 en la final del campeonato pasado, cuando lanzó su taco hacia el saprissista Andrés Imperiale. Estaba frustrado, según confiesa. Desde entonces, se ha enfrentado a sus recriminaciones -que no son pocas-, a la necesidad de darle la cara a su hija de nueve años y explicarle lo sucedido, a la desazón de ir de paseo con su familia y recibir insultos de aficionados. El jugador que en la cancha no teme ir al choque con sus rivales, asegura que en la calle prefiere salir huyendo de los problemas con aficionados.
McDonald habla de todo sin prisa ni tapujos, después de tres meses sin declaraciones a la prensa. No estaba escondiéndose –según advierte–; no se sentía listo para afrontar el tema –según admite–. Aún trabaja, con sicólogo incluido, en el manejo de sus emociones. Algún día espera volver a festejar los goles, pero por ahora, se muestra sonriente fuera del campo y dispuesto a hablar.
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