Johannesburgo
Fue fácil llegar a Sudáfrica: nueve horas de vuelo; lo difícil fue ir al estadio: cuatro horas desde la puerta del hotel, en uno de los barrios más céntricos de Johannesburgo, hasta el Soccer City.
Un trayecto que no debe demorar más de media hora. En una ciudad sin transporte público, hay superpoblación de autos, única forma de desplazarse. Y la congestión de tránsito fue caótica.
Los sudafricanos experimentaron por primera vez la fuerza devastadora de una Copa Mundial.
A ello se unió la euforia nacional, que virtualmente embanderó y volcó al pueblo a las calles. Y colapsó Johannesburgo.
De cualquier modo, valió la pena el tortuoso viaje. En primer lugar para palpar el fervor popular, mezcla de alegría y orgullo, expresado de mil maneras, aunque caracterizado por la vuvuzela, la corneta que es ya producto nacional. Y genera un ruido infernal espantosamente fuerte, como el zumbido de millones de abejas juntas.
En segundo término, quedamos asombrados por las dimensiones del estadio. Sin duda alguna pelea el título de más grande del mundo. Ni el Maracaná, ni el Bernabéu, ni el Meazza, ni el Stade de France, el Azteca o el Allianz Arena de Munich, todos gigantescos, parecen más grandes que este: 84.490 espectadores sentados, con total comodidad. Cuando se desmonte el vasto palco de prensa, el aforo aumentará a 90.000.
Cuando el excepcional juez uzbeko Ravshan Irmatov dio el pitazo inicial (con cinco minutos de demora, extraño en torneos FIFA), la pelota rodó y se consumó el sueño de todo un continente: el primer Mundial africano.
El futbol, único idioma universal, está haciendo una obra redentora en el país del oro y los diamantes, de la cebra y el león, del mar y las montañas: la integración racial. El mediodía del miércoles, cuando el bus descapotado de los Bafana Bafana llegó a Mandela Square, miles de blancos celebraron codo a codo con los negros.
Mezcla. Millones, blancos y negros, vistieron sus casas, sus autos y se enfundaron ellos en los colores amarillo, verde, rojo, negro y azul de la bandera. Todos se sintieron sudafricanos. Con sorpresa, se vieron hermanados en el sentimiento. Muy significativo en el país que ha sufrido durante siglos la más cruel división racial conocida.
Esta Copa puede ser el pegamento social que posibilite la unión de sus dos pueblos, el negro y el blanco. Que motorice la tolerancia y el respeto.
Pero en medio de tanta vuvuzela, hubo dos partidos. Discretitos ambos. Este va a ser, muy posiblemente, el futbol que veremos en la mayor parte de la Copa: parejo, intenso, dinámico, falto de imaginación, con demasiado respeto entre todos, bajo en goles, rebosante de empates, escaso de figuras.
De los 55 actores de ambos juegos, quien más nos agradó fue Tshabalala, el zurdo número 8 sudafricano, autor del golazo de su equipo. Ya antes de anotar se mostró vivaz, útil, solidario, inteligente, de buen toque. Si entre México, Francia y Uruguay tenemos como mejor a un sudafricano, ya es un diagnóstico de cómo estamos.
México, que está fuera de su realidad (sueña con cuartos de final como mínimo), decepcionó ante una Sudáfrica que pasó de su ilusión casi amateur a elaborar una producción aceptable.
Uruguay, siempre en la lucha, en el denodado combate por defender el cero y ver qué pesca adelante, rescató un punto anímicamente importante ante una Francia con pocas luces (¿Y Ribery'? ¿Jugó'?). Atención: Francia, de mayoría negra y corpulenta, utiliza al máximo su potencia física.
Para apuntar: el juez japonés Nishimura, que expulsó bien a Lodeiro por un planchazo a Sagna, no obró igual con Evra, que estando amonestado le dio un hachazo a Suárez. Son sutiles diferencias que siempre hay en un Mundial entre un europeo y un sudamericano.
Si los nuestros dan, afuera; para los otros, reprimenda. Toda la vida fue igual y no cambia. Con el único que no se atreven es con Brasil.
Hay mucho Mundial por delante. Que no se repita.