Ciudad del Cabo. “En la época del Apartheid no podíamos estar en la acera al mismo tiempo con los blancos. Las playas estaban separadas. Si un blanco iba a cruzar la calle, había que darle campo, pero no por cortesía: era la ley”.
El relato es de John Dieman, conductor de taxi de Ciudad del Cabo. Tiene 63 años y es negro, lo cual significa que pasó 46 marginado por su color de piel.
El Apartheid es una atrocidad difícil de entender. John pone ejemplos; es buen conversador y el tema no parece incomodarlo. “Mi cuñada estuvo casada con un alemán y vivían fuera del país. Cuando venían de visita, él se tenía que quedar solo en un hotel y ella debía dormir en las zonas de negros”. De nuevo: así lo decía la ley.
La minoría de colonizadores blancos impuso este sistema de segregación en los años 40 y 50. Las estrictas barreras eran políticas (no podían votar y mucho menos aspirar a cargos públicos), sociales (transporte y zonas de la ciudad divididas) y económicas (había una asignación para que los negros ocuparan puestos no calificados y mal remunerados).
El perverso sistema hacía pequeñas concesiones a favor de los
Para determinar a cuál grupo pertenecían, en algunos casos les revisaban el grosor de los labios, las encías y otros rasgos físicos.
La pelea duró mucho. “Había miedo entre ambas razas. Ese miedo ayudaba a sostener el sistema”, comentó Mphele, empleado de hotel, que tenía 25 años cuando el Apartheid cayó en 1992.
La presión interna, encabezada por líderes como Mandela, y el aislamiento internacional, terminaron por desmantelar las leyes que sostenían la segregación.
“La mayoría de los blancos estaba en contra del Apartheid. En los últimos años más del 70% deseaba que hubiera cambios, que por lo menos se suavizara algo. Claro que había un grupo ‘duro’ que todavía añora esa época”, recordó Dieman.
Pese a que las barreras legales cayeron y ahora todos pueden caminar en la acera al mismo tiempo sin importar la piel, la separación económica sigue marcada: los medios de producción continúan en manos de los blancos, mientras los negros tienen que conformarse con salarios de hambre. Son los negros quienes limpian los jardines, recogen la basura o pasan la noche despiertos con un arma en la cintura para proteger las casas de los ricos.
También son negros la mayoría de los indigentes que recorren la calle pidiendo una moneda de cinco rand (poco menos de un dólar). Igual, las señoras que arreglan las casas, y los obreros que pegan ladrillos, y los muchachos que atienden sonriendo en los restaurantes de comida rápida.
Luego de laborar 40 años en una compañía de transportes –de blancos obviamente–, John Dieman se independizó hace seis meses para trabajar con su propio vehículo, un Toyota de 1974, viejo pero conservado, igual que el dueño. “He repartido como 500 tarjetas en estos meses, porque la promoción es el secreto de cualquier negocio”, explica con tono de profesor de mercadeo. Tiene ese entusiasmo fresco de los nuevos empresarios. Ojalá le vaya bien.