Buenos Aires
Sudáfrica 2010 fue el Mundial del mediocampo. Todos los entrenadores pusieron cuatro y cinco hombres en esa zona.
El objetivo era cortar al rival allí, que no se viniera. No evitar el gol, evitar la situación de gol. Congestionar la zona de circulación y armado del adversario, obstruirlo y recuperar el balón lo antes posible, lo más arriba posible.
El único que no lo entrevió fue Diego Maradona. Puso apenas tres volantes; de ellos, uno solo de contención (Javier Mascherano) y a los lados un creativo (Ángel di María) y otro de traslado (Maxi Rodríguez).
O sea, dejó la puerta abierta. Y le entraron. Alemania le sustrajo la pelota a los 30 segundos de juego y la manejó hasta el triple pitazo del juez. Los jugadores argentinos se miraban, no tenían, como equipo, la más remota idea de cómo contrarrestar el esquema del adversario.
Paraguay, Holanda, Suiza, Portugal, el mismo Chile, le llenaron a España el medio de volantes y le cortaron los circuitos de juego, le impidieron ese tejido de pases tan bonito y dañino que suele convertirlo en un equipo ingobernable, peligroso, letal.
Tampoco había que ser un talento para advertirlo. Cayeron finalmente ante la mayor capacidad de la selección española, aunque por mínimo margen.
A contramano de lo que millones opinan, Argentina tenía un plantel desequilibrado. Abundancia de delanteros, casi un congestionamiento de talentos en ataque, pobrísimos defensores y un mediocampo lánguido.
A todo ello contribuyó el mal gusto de Maradona en la integración del plantel y su pobre utilización en la cancha. Aún con esos desniveles, era posible subsanar las zonas menos ricas del equipo y tornarlo un serio aspirante al título. No exhibió esa capacidad.
Acerca de sus mentadas virtudes como motivador, las evidencias muestran todo lo contrario.
Argentina fue un equipo endeble, sin carácter ni capacidad de reacción, la sombra del entrenador se cernía sobre el libre albedrío de los jugadores. Se notaba. La imagen de Maradona dándole un ampuloso abrazo a Messi y Messi con los brazos caídos, sin hacer un mínimo gesto, dice que mucho no motivaba.
En los últimos días se había informado que le renovarían el contrato por cuatro años para que pudiera “continuar su obra”.
Sin embargo, el futbol argentino sacudió el martes la red de Internet al anunciar que se desligó de ese obstáculo pringoso llamado Diego Maradona, ya saciado su deseo de dirigir en un Mundial.
Había reclamado su oportunidad al frente de la Selección. La tuvo. Su pasado de futbolista glorioso se la granjeó sin siquiera tener título ni experiencia.
Ya está. Le costó un Mundial a Argentina. Ahora el camino está libre para desandar una ilusión con mayores fundamentos, sobre todo con seriedad.
Mil versiones se tejerán sobre su salida. Que le tocaban el cuerpo técnico y él no aceptaba por aquello de los códigos inviolables, sacros (“A mi no me tocan ni al utilero porque me voy”).
Como siempre, la razón suele ser más sencilla: lo echa la realidad. Argentina, un país que tiene un yacimiento de futbolistas, no pudo jugar tres minutos bien en el Mundial. Por los técnicos hablan sus equipos.
Todo lo demás es dialéctica pura.