Buenos Aires . “Yo era un jugador menos que mediocre, pero tenía mucha fuerza de voluntad, entrenaba mucho, buscaba perfeccionarme, no falté nunca a un entrenamiento, ni con frío ni con lluvia ni con nada”, evoca Waldemar Victorino, aquel goleador de Nacional y de la selección uruguaya que marcó suceso a comienzos de la década de los 80. Vida dura, comienzo de muy abajo, el destino le dio a Waldemar seis meses de gracia. En ese período el mundo pronunció su nombre.
El 6 de agosto de 1980, Nacional de Montevideo venció en la final de la Libertadores al poderoso Inter de Porto Alegre. El Inter de Falcao, Batista, Mario Sergio: 1 a 0 con gol de Victorino.
El 10 de enero del 81, Uruguay conquistó el Mundialito, estelar torneo de campeones del mundo con Alemania, Italia, Argentina, Brasil y Holanda, que reemplazó a Inglaterra. Victorino se anotó con un gol a Holanda, otro a Italia y el de la victoria en la final, a Brasil.
Un mes después, el 11 de febrero, se disputó la I Copa Toyota en Japón entre Nacional y el Nottingham Forest. Otra vez 1 a 0 con gol de ese predestinado amigo de la red. Tres finales internacionales, tres títulos ganados con su olfato.
Doctorado en oportunismo, un rebote, el rechazo parcial del arquero, un centro pasado le bastaban a Victorino para sacar tajada, siempre acechante para facturar y desatar el festejo. Le faltó ponerle cortinas y un aire acondicionado al área chica, vivía allí.
“En 1978 jugaba en River Plate de Montevideo y nos dirigía el famoso Ondino Viera. Nunca entró al campo de juego, Ondino, ni se cambiaba, siempre de saco, se quedaba al costado del campo, pero era vivísimo. Un día me agarró y me dijo: ‘Mire m’hijito, yo no quiero que usted ande con la pelota, usted juégueme en el área. Los defensas por lo menos una vez en los 90 minutos se equivocan, usted tiene que estar ahí y tiene que meterla. ¿Sabe quién va a ser el mejor jugador de la cancha?, usted; aunque la haya tocado una sola vez’. Esas palabras siempre me quedaron y en mi carrera en cierta manera las apliqué”.
Pasaron 30 años de aquella iluminación y lo entrevistamos en la hermosa sede de Nacional, club de su vida. “Esta es mi casa, yo amo a este club. En 1978 me vino a buscar el presidente de River, Castro Quintela, para decirme que pasara por la sede, que estaba hecho mi pase a Peñarol. No quise ir, no hubiera estado cómodo. Quince días después me avisan que estaba vendido a Nacional. Firmé enseguida y hasta doné el 20% que me tocaba de comisión para las inferiores de River, estaba loco de la vida por ir al club de mis amores”.
Hizo una carrera extraña. Después de jugar un año en los juveniles de Cerro, dejó el futbol. “Teníamos que jugar de visitantes y me pasaban a buscar. Dos veces esperé el ómnibus, no me vinieron a buscar y me fui a mi casa. No aparecí más. Luego, a los 22 años, un amigo me insistió que fuéramos a probarnos a Progreso. Yo solo quería jugar en mi barrio. Al final acepté y me tomaron. Progreso estaba en la ‘B’. Yo medía 1,73 y pesaba 72 kilos. Fui el centrodelantero más chico que tuvo el futbol uruguayo, no dominaba bien la pelota, no cabeceaba, le pegaba con una sola pierna, y no muy bien. Pero, por el nivel que había, me di cuenta de que si me preparaba bien, podía andar. Y así fue. Me cuidaba mucho, llegaba primero al entrenamiento y me quedaba después de hora a perfeccionar el cabezazo, el salto' Después hice un montón de goles de cabeza. Para mí la suerte no existe, es todo decisión, preparación”.
Trabajaba en el mercado de abasto, cargando frutas y verduras. “Si Progreso me paga lo que gano en el mercado, largo allá y juego al futbol”, condicionó. Le dijeron que sí y ese primer año –1974– fue el goleador del campeonato. Eso le llamó la atención a River y lo contrató en 1975.
Hizo goles en Uruguay, en Italia, Argentina, Colombia, Ecuador, Venezuela y cerró su campaña en el desaparecido Defensor Lima, de Perú, en 1989. Aún con la crudeza con que se analiza, reconoce que el instinto se trae de fábrica.
“En el gol frente a Holanda, por el Mundialito, vi que venía el centro bajo al primer palo y piqué para anticipar al defensor, me quedó un poco larga la pelota, pero advertí que si daba un paso más me la sacaba el zaguero, así que pisé con la izquierda y con la izquierda misma me tiré y, como pude, la toqué al gol”.
Recuerda a aquel Nacional de 1980 como el mejor equipo que integró. “Todos grandes jugadores”. Rodolfo Rodríguez en el arco; una defensa de acero con el Chico Moreira, Cacho Blanco, Hugo De León y Washington González; De la Peña, Espárrago y Luzardo; Bica, Victorino y Cascarilla Morales. Tiene en lo más alto a Víctor Espárrago.
“Fue un líder extraordinario. Ya andaba por los 37 años. En uno los primeros partidos de esa Libertadores del 80 jugamos con Oriente Petrolero en Santa Cruz. Nacional era más cuadro que Oriente, pero terminamos el primer tiempo perdiendo 1 a 0. Cuando entramos al vestuario, Espárrago, que era el capitán, nos recordó que no habíamos ido de paseo. ‘Esto es Nacional y queremos ser campeones’. Todo el mundo calladito, hablaba el capitán. Víctor tenía una personalidad tremenda. Entramos al segundo tiempo y ganamos 3 a 1. Siempre me quedó grabado”.
Ve todo el futbol pero no lo añora. “Lo mío ya pasó. Los goles fueron una emoción muy grande, algo difícil de expresar, pero ya está, prefiero vivir el presente”.
Fue el prototipo del “nueve” que está para meterla adentro. Le cuentan 388 goles a Waldemar, tres de ellos lo inmortalizaron.