Johannesburgo. Costó que a los estadounidenses les entrara el futbol. Durante décadas fue un pasatiempo de inmigrantes, una rareza importada desde el Sur, como los tacos mexicanos repletos de chile.
Costó, pero finalmente se dejaron convencer por el gran
También entendieron que no se puede ver este deporte con traje y corbata, como en las primeras filas de los estadios de la NBA. Ni en silencio, aplaudiendo solo al final, como si estuvieran en la ópera.
Los aficionados del Tío Sam saben comportarse como latinoamericanos, en el mejor sentido del término. Viven los juegos con pasión. Y entienden que deben viajar para presenciar las grandes citas.
El baloncesto, el beisbol de Grandes Ligas, y, por supuesto, el futbol americano, todo lo tienen en casa, sin necesidad de desplazarse. Les aburre la Fórmula 1 y prefieren la monótona serie Nascar, donde los carros le dan un millón de vueltas a un óvalo.
Pero a quienes les gusta el futbol, o más bien el
Para ver el mejor futbol tienen que viajar. Eso lo entendió el resto del planeta hace tiempo. Acompañar a la Selección es una experiencia única, que los aficionados relatan durante toda la vida. Hay quienes ahorran o se endeudan durante años para cantar el himno en un Mundial. Ahora también lo hacen los estadounidenses: quienes pueden, no se conforman con ver el resumen en ESPN. Solo esto es ya una gran revolución.
Los del Tío Sam van con la cara pintada, otros llevan pelucas tricolores; varios tenían atuendos de Elvis Presley, como si se hubieran puesto de acuerdo, y en la pantalla gigante del estadio mostraron un panzón descamisado con una Budweiser en la mano: era el clon de Homero Simpson.
Afortunadamente aún no copian el rostro más nocivo, de la violencia y el fanatismo. Ojalá nunca aprendan eso de Latinoamérica; el futbol se vive mejor sin barras organizadas que salgan del partido a repartir pedradas o que tiren bengalas a la cancha cuando el equipo va perdiendo.
Hay mucha influencia de inmigrantes latinos, pero ya el sentimiento caló. Su afición no es tan folclórica como la Torcida brasileña, ni pega mantas compulsivamente como los argentinos, ni pinta los estadios de naranja como los holandeses. Mas, tienen una identidad propia, entonan cánticos, gritan con fervor. Aprendieron a disfrutar de este deporte como los demás.
Y en la cancha el equipo les responde. Están a un paso de la segunda fase. Seguramente muy pronto les tocará organizar otro Mundial. Que nadie venga con quejas: si le dieron la sede a Sudáfrica, un país sin transporte, con mucha delincuencia y con partidos a cero grados, cualquiera puede recibir la gran cita.