El ser humano juega porque no puede vivir sin jugar. Como el artista no puede vivir sin crear. El juego es su propia recompensa: no necesita la remuneración de los 33 millones de euros anuales que percibe Messi (aun cuando a nadie lo amarga un dulce). Si en efecto es deportista desde el fondo de su entraña, por vocación profunda, Lio jugará aun gratuitamente.
Yo seguiría siendo pianista y escritor aun cuando me asegurasen que jamás recibiría un céntimo. Lo hago porque en ello me va la vida. Quisiera creer que otro tanto sucede con el futbolista. El ruiseñor no canta para que le paguen. Tampoco tiene que estarse “reinventando” para mantener su vigencia. Los cantantillos que renuevan su imagen periódicamente no hacen, con ello, otra cosa que conformar a su naturaleza de mercancía: en el mercado, efectivamente, aquello que no es constantemente remozado, perece. Son la mercancía -espectacularizada y el espectáculo- mercantilizado a que hace alusión Guy Debord en “La sociedad del espectáculo”. Hay que innovar, cueste lo que cueste. Una vez saturado el mercado, la demanda solo será reactivada mediante la “reinvención” de la imagen (fabricar cualquier escandalillo de tabloide, una transferencia millonaria, cirugía plástica, un nuevo tatuaje, cambiar de novia). El ruiseñor canta porque si no lo hace se muere. Es así de simple… y de complejo.
No veo ninguna otra razón profunda, auténtica, para jugar fútbol. ¿Cuestión de vida o muerte? Sí. En el sentido más estricto de la expresión. El gran “doutor” Sócrates dijo: “No jugamos fútbol para ganar. Jugamos para que no nos olviden”. Reflexión más propia de un artista que de un deportista. En el fondo, todos creamos un legado para escapar a esa segunda muerte que llamamos olvido. La definitiva, la que sucede a la biológica, esa con la que “aun los muertos terminan de morirse” (Unamuno). Sócrates lo logró, ¡y de qué manera! Quien lo vio no lo olvida: jugaba mejor de taco que cualquier futbolista hacia adelante.
El fútbol es un antídoto más contra la muerte social e histórica, la muerte en la memoria de esa criatura ingrata y propensa a la amnesia que es el ser humano. El juego es nuestra patria espiritual: el homo ludens nace con el homo sapiens.