Sin discusión, Juan Gabriel Guzmán se equivocó de punta a punta en la forma como quiso exorcizar sus demonios, mordido en su amor propio por la derrota de Alajuelense ante Saprissa, en el último clásico. El medio que utilizó, el lenguaje soez y la manera como trascendió la conversación privada con uno de sus “amigos”, son factores que le endosan a él solito la responsabilidad, tanto que Guzmán hizo bien al ofrecer disculpas y bajar la cabeza, como expresó públicamente. Por semejante exabrupto, la Liga pierde a uno de sus jugadores polifuncionales, quien tendrá que emigrar a otro equipo, no sin antes superar un período de inactividad que afectará su rendimiento y limitará el sustento de su familia.
Ahora bien, si Juan Gabriel se equivocó en la forma, cabe valorar si acertó o no en el fondo de la cuestión. ¿Por qué un futbolista que solo fue suplente esa vez, se sintió tan herido por el traspié, en contraposición a la indiferencia de algunos jugadores erizos, tras descalabros anteriores? La explicación radica en una vergüenza deportiva que, quizás —he aquí la interrogante— a varios de los ahora excompañeros de Juan Gabriel, les ha faltado.
Nuestro fútbol registra actitudes, notorias y notables, de jugadores que han sido referentes en sus clubes y en la Selección Nacional. Por ejemplo, en una ocasión, Luis Antonio Marín, capitán manudo, optó por reventar la pelota contra la malla de la gradería sur en el estadio Saprissa, mientras en la gramilla los morados les montaban un baile. Lleno de ira, el capitán rojinegro actuó así para pellizcar a los suyos, a ver si reaccionaban.
En otra oportunidad, una actitud abierta y desafiante de Erick Lonis lo hizo encarar a miles de manudos que lo insultaban detrás del marco sur en el Morera Soto. Y me resulta imposible olvidar una escena en 1970, cuando la Liga goleó a Saprissa por 5 a 2 en el Estadio Nacional. Apenas Errol Daniels venció a Rodolfo Umaña con la quinta anotación, Jimmy Grant, mediocampista morado y uno de los ídolos de aquel Saprissa, simplemente, se arrodilló en la gramilla y rompió a llorar. Bravura. Dignidad. Decoro. No hay cómo perdonar el error de Juan Gabriel Guzmán. Pero en su beneficio, reconozcámosle algo. Corre sangre por sus venas. No es horchata.