“En diez años su hijo será el nuevo Lionel Messi”. Con ese gancho embaucan a los padres. Estos, ingenuamente, creen en lo que el reclutador de talentos les promete. Creen, sí, aun cuando la insobornable voz interna les susurre que tal promesa es una engañifa para hacer dinero a sus expensas. El niño, por su parte, se siente obligado a ser justamente lo que el oráculo dijo: el Lionel Messi de la próxima década. Lo sacan de la escuela y del colegio, no le permiten socializar, lo aislan, lo ponen bajo una especie de campana de cristal: todo lo que podrá hacer es patear un balón, y desear, bajo una estrella, que algún efluvio espiritual de Messi emigre a su cuerpo y le confiera su grandeza futbolística.
Durante el siglo XVIII y buena parte del XIX se cultivó en Europa la inhumana práctica de los “castrati”. A los niños que tenían algún talento para el canto, se les sometía a la ablación de los testículos, la remoción total de las gónadas. Era, a la sazón, un procedimiento legal. El resultado esperado era que, al crecer, estos muchachos fueran capaces de cantar en la tesitura alta de las sopranos, pero con la fuerza pulmonar de los hombres. Muchos de ellos se convirtieron en rutilantes estrellas operáticas. Cuando fracasaban… pues todo lo que restaba eran criaturas mutiladas, ineducadas, privadas de destrezas profesionales, de capacidad de reproducción, con voces tipludas y cuerpos feminoides y obesos. La práctica fue un hontanar del dolor: si la fortuna no les sonreía, solían suicidarse, o hundirse en una existencia sórdida y tenebrosa.
Mutatis mutandis, hay escuelas futbolísticas que están procediendo de conformidad con la abyecta práctica de los castrati. El niño no estudia, no recibe instrucción formal alguna, es alejado de toda vocación que no sea patear bola. Está sucediendo en todas partes del planeta. ¡Y sí: eso incluye al “país más feliz del mundo”! Sé de mercachifles que le están vendiendo a padres de familia menos que ilustrados la fábula de un niño que llegará a ganar 33 millones de euros anuales. Cumplo con mi deber de denunciarlo: es una gravísima violación a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El Ministerio de Educación haría bien en desinfectar esta úlcera social.
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