Se llamaba Rubén Piedra Madriz y lo recuerdo jugando fútbol, mejor dicho, mejengueando, de manera apasionada, entusiasta, con entrega absoluta como si en aquellos partidos, o “retos”, se disputara algún trofeo de relevancia nacional o internacional.
Hace muchos años de eso, entre 20 y 30, pero aún puedo recrear en mi mente sus acalorados reclamos y las discusiones en que se enfrascaba en cada contienda deportiva el hijo mayor de Raúl y Margarita. Era capaz de apantallar y acallar a cualquiera en las controversias que surgían al calor de la disputa del balón, pues tenía un vozarrón y el físico de quien en su infancia tomó muchas veces sangre de vaca.
Sin embargo, su vida era más, muchísimo más, que sudar a chorros detrás de una pelota. Del resto de la historia me enteré el domingo pasado cuando mi madre, Elizabeth, compartió conmigo las palabras que Raúl Elías —el segundo de los hermanos de Rubén— pronunció hace pocos días en su funeral.
Rubén, al igual que sus otros hermanos –hay que sumar a Enrique, Roberto y Margarita– fue a la escuela descalzo, pues en su hogar el dinero no alcanzaba para comprar zapatos. Una vez que salió de primaria empezó a trabajar en la zapatería de su tío Juan en el barrio Los Ángeles de San José, pues la plata tampoco daba para enviar a aquellos muchachos al colegio.
Sin embargo, sus deseos de estudiar superaron a las limitaciones económicas. Se movió, empezó a tocar puertas y fue así como don Carlos Gagini –autor de El árbol enfermo , La caída del águila y Don Concepción , entre otras obras– lo recibió como uno de sus alumnos en horario nocturno.
Luego ingresó a la Universidad de Costa Rica, en donde estudió Filosofía. Fue alumno del español Constantino Láscaris, quien posteriormente le ayudó a conseguir una plaza como profesor en esa casa de estudios.
También estudió en el Seminario Teológico Bautista Internacional en Cali, Colombia, después de lo cual ejerció el pastorado en la Iglesia Bautista de Aserrí. Todo un intelectual en el púlpito.
Rubén Piedra Madriz falleció la semana pasada a la edad de 83 años. Lo recuerdo jugando fútbol, pero desde el domingo pasado lo admiro porque su espíritu de lucha y superación en la cancha de la vida fue muy superior al que lo distinguió en las plazas donde mejengueó con pasión.