En 1978, Maribel Fernández García –hoy, Maribel Guardia– fue premiada por los periodistas del concurso Miss Universo, en Acapulco, México. No ganó la corona ni fue finalista, pero el reconocimiento de Miss Fotogénica le abrió a Maribel las puertas de una fructífera carrera artística, un extenso período en el que han abundado las satisfacciones y también tropiezos y lágrimas para nuestra compatriota, porque de tales ingredientes se compone la vida.
No es cierto que si se no se alcanza un título en un certamen, llámese reinado de belleza, campeonato nacional de fútbol o Concachampions, no se logra nada. Tampoco es de recibo la expresión de que, después del campeón, los demás son perdedores. Todo lo contrario. Lo esencial radica en el sudor y en las lágrimas que cada quien invierte en pos de triunfar, más que en el triunfo mismo.
Cuando Juan Arnoldo Cayasso retornó de Alemania, tras su paso exitoso por el Stuttgarter Kickers, el famoso futbolista se volvió a enrolar en las filas de Carmelita, un equipo humilde. Cuenta Juan que, en aquella época, intentaba explicar a sus compañeros verdolagas que daba lo mismo disfrutar con una ducha de agua tibia en los vestuarios del Kickers, que con el agua fría que extraían con guacal de un estañón, después de los entrenamientos en el barrio El Carmen (Ángel de ébano, Teleguía, 1° de setiembre de 2013). “Yo pienso que todo me sale bien, aunque a veces me vaya mal”, expresa Cayasso en esa publicación. Sin duda, una disposición sensata ante las veleidades del destino.
Si solo alzar la copa del monarca tuviera sentido, los costarricenses no habríamos disfrutado con las gestas deportivas en Italia 90 y en Brasil 2014. Si únicamente los actores directos de las grandes jornadas tuvieran la exclusividad del mérito, millones de personas no hubiéramos sido, ¡como fuimos!, parte integral de esas gestas. O ustedes creen que el golazo de Bryan Ruiz a Italia –por ejemplo-- lo hizo él solito. ¡Qué va! ¡Lo empujamos todos! Porque somos identidad.
Reducir un objetivo únicamente a ser el primero, es ignorar la dimensión de cada lucha, la alquimia del dolor. Claro que las victorias merecidas se disfrutan y motivan siempre. Pero se aprende de las caídas, porque el llanto limpia las pupilas. Y la adversidad forja el alma.