¿Se imagina usted a Rándall Azofeifa cobrando un tiro libre con una vejiga de chancho recién lavada e inflada con un canutillo de bambú, como sucedía en Costa Rica hace muchos años? ¿O a Marvin Angulo y Daniel Colindres haciendo una jugada de pared con un balón de “coyunda”, como se le llamaba a las redondas que se elaboraban con una larga tira de hule a la cual se la enrollaba sobre sí misma hasta darle una forma lo más parecido a una bola?
De ambos tipos de esféricos me puse a buscar información luego de leer el anecdótico y cálido correo electrónico que don Rolando Moreno Calvo, nacido en 1935, me envió el pasado viernes 10 de marzo. “Me tocó jugar con bolas de coyunda; pobre al que le tocaba cabecear. Las siguientes ya se inflaban por una válvula”, me contó este amable lector.
Se refería así a los balones de cuero que tenían adentro un neumático que se mantenía en su lugar gracias a que se le aseguraba con una coyunda que deformaba notablemente la redondez de la bola y hacía difícil dominarla o enviarla en la dirección deseada. No solo eso, además chichota o moretón seguro para el jugador que era golpeado por la redonda.
“Cuando se mojaban, pesaban una tonelada, y como eran de cuero, a los que éramos porteros se nos escapaban como si fueran de jabón”, rememoró don Rolando.
Yo no llegué a conocer ni a jugar con esas pelotas. Cuando empecé a dar mis primeros pasos en el mundo de las mejengas, ya habían sido inventados los balones de cuero cosidos y con válvula para el inflador.
Claro, aunque superaban por mucho a sus antecesoras, también se ponían resbalosas como novio que no quiere casarse y pesadas como la roca de Sísifo cuando se empapaban durante el invierno. Esto lo experimenté en carne propia la lluviosa tarde de domingo en que –jugando de guardameta– un bolazo me fracturó la muñeca derecha.
Después, llegaron los balones sintéticos. Impermeables y, por lo tanto, livianos. Eso sí, pelota que se estrellaba contra una cerca de púas, la punta de algún clavo de tapia o el filo de una canoa rota, pasaba a peor “vida” y se acababa la diversión. En casa aún conservo uno, claro, desinflado desde no recuerdo hace cuántos años; ahora si acaso juego futbolín.
Eso sí, les confieso que cada vez que paso frente a una tienda deportiva y veo las bolas nuevas, siento comezón en los pies por culpa de esas bellezas de la tecnología ubicadas –afortunadamente– a años luz de las vejigas de cerdo.