Esa calle era de lastre y las carretas con bueyes de la hacienda Tournón traqueaban sobre el empedrado, desde la esquina de la humilde vivienda de doña María y su prole, hasta el portón del cafetal de don Héctor, donde vivían Beltrán y Zoraida con sus perros bulliciosos.
En mi infancia sentía que nuestra calle era un largo camino. Al norte se divisaba la estructura amarilla de la Concretera Nacional, similar a una torre de lanzamiento de cohetes al espacio. Y en el potrero, justo al frente de mi casa —terreno que ocupa el Centro Comercial el Pueblo—, los chiquillos del barrio disfrutábamos de sol a sol nuestras mejengas interminables.
Enrique el verdulero, Manolo el panadero y Mariano el lechero, llegaban todos los días a ofrecer sus productos. Y las señoras salían con delantal a comprar naranjas o bananos, quesadillas, acemitas, bizcotelas y la leche pura que Mariano vertía de su enorme tarro metálico a los picheles y las ollas del vecindario.
Marta, nuestra vecina de al lado, era costurera, gran amiga de mi madre, tanto que mis hermanos y yo la considerábamos como una tía. Saprissista hasta la médula, fue Marta quien me inculcó el amor por la crónica futbolística, pues cuando partió a radicar a los Estados Unidos, yo le escribía largas cartas con las incidencias de los juegos del equipo de sus amores.
En su oficio de costurera, Marta atendía en las tardes a su clientela, compuesta por señoras elegantes y muy bonitas que llegaban a tallarse los vestidos que ella les confeccionaba.
Cada vez que vuelvo a transitar por la calle de mi primera infancia, reduzco a propósito la velocidad del vehículo. Pero, igual, agoto el trayecto en menos de 60 segundos. No obstante, la corta distancia es suficiente para que los fantasmas de mi niñez me atisben, apostados en su lar sempiterno, mientras yo les devuelvo el saludo, desde el fondo de la nostalgia.