Jamás ha celebrado alguno de los goles de Cristiano Ronaldo. No ha saltado de alegría al ver el balón anidar en la red del marco, nunca ha levantado los brazos o aplaudido, el grito de ¡gol! No ha salido de su garganta ni se ha abrazado con otros aficionados o fanáticos. Lo mismo sucede con él: nadie le obsequia un festejo, nadie le ha reconocido un logro, nadie lo ha agasajado.
Para él Keylor Navas es una especie de fantasma, un espíritu, una presencia invisible. Nunca lo ha visto en algún estadio, en la pantalla de la televisión, en afiches ni en las páginas de revistas o periódicos. Sería en vano pedirle que lo describa, que diga cuál es la estatura del guardameta, el color de los ojos, el tipo de corte de pelo. Lo mismo sucede con él: es un espectro urbano, apenas una sombra, una especie de borrón en la página de la vida.
A nadie le comenta sobre Saprissa y sus recientes problemas defensivos; acerca del despertar de Herediano que lo tiene a un punto de la cima de la tabla de posiciones; del repunte de Alajuelense desde que es dirigido por Guilherme Farinha, ni de las esperanzas e ilusiones del Cartaginés. Lo mismo sucede con él: nadie le habla, nadie comparte comentarios con él, nunca escucha ni tan siquiera un hola.
En su cerebro no hay espacio para pensar en los sueños de los hinchas; sus deseos de acumular campeonatos tanto nacionales como internacionales, los apetitos de medallas, copas y trofeos, ocupar los puestos privilegiados en los ranquin de la FIFA. Lo mismo sucede con él: cero ilusiones, ningún deseo, nada de aspiraciones.
Lo único que medio lo vincula con el fútbol —ese deporte que alguna vez, hace muchos años, lo entusiasmaba— es ese constante sentirse fuera de juego en la vida, en posición antirreglamentaria en la realidad, offside en el día a día, como si siempre tuviera a su lado un guardalínea levantando la bandera para dejar en evidencia que su jugada no vale, no cuenta.