Su nombre oficial, desde que fue inaugurado el 27 de agosto de 1972 (hace 45 años) es Ricardo Saprissa Aymá; sin embargo, hoy día se le conoce como La cueva (del Monstruo). Yo lo llamo, desde hace 21 años, “El estadio de los ecos”.
¿Por qué razón? Porque desde 1996 he vivido en Colima de Tibás, un rincón josefino antaño de cafetales, árboles frutales y plantas de plátano, banano y guineo, desde el cual he escuchado por más de dos décadas los ecos de los gritos de gol de la afición morada en el estadio del Deportivo Saprissa.
Sí, porque cada vez que he decidido ver los partidos de mi equipo por televisión elimino el volumen de ese aparato en cuanto el Monstruo anota; prefiero oír el rugido alegre de los fanáticos que viaja sobre techos, postes de alumbrado público y presas viales en vez de las voces de los locutores.
He disfrutado de ese ritual, en especial, cuando la mayoría de las graderías están ocupadas o llenas a reventar; es decir, en partidos contra la Liga Deportiva Alajuelense o el Club Sport Herediano. La resonancia llega nítida y potente, y zumba en mis oídos como vuelo de abejón o murmullo de colmena.
Es un sonido que en algunas ocasiones se ha mezclado con las notas musicales que produce la lluvia al golpear las teclas de la marimba del cinc, el goteo de un bajante de canoa que bebe la garúa con su garganta de lata o el maullido triste de un gato que no encontró dónde escampar y tiene destilando los bigotes.
Ha habido ocasiones en las que esos ecos se han combinado con el ronroneo del refrigerador, los ronquidos de mi perro que duerme a mi lado mientras yo observo el juego, la alarma del teléfono que me anuncia que acabo de recibir un mensaje por el WhatsApp, los pitazos lejanos del tren o el sonido cansado del viejo y pesado portón de los apartamentos que arrastra sus pies de hierro cuando algún vecino lo abre con el control remoto.
Echaré de menos esas resonancias a partir de octubre próximo, pues a finales de setiembre trocaré el barrio de concreto, cemento, línea férrea y algunos árboles por un domicilio más cerca del cielo, la montaña, el bosque, el aire puro y la neblina; otros sonidos, otros ecos.
Claro, a lo que no renunciaré es a ir a La cueva, pues no estoy de acuerdo con eso que dice Joaquín Sabina en su canción Peces de ciudad : “Que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”.