En el fútbol todos somos, fuimos o seremos doña Eugenia.
A ella la han crucificado los hipócritas, los puritanos, los moralistas de doble cara y todo tipo de farsantes que, ante situaciones menos sofocantes que la pasada por ella, reaccionamos con la virulencia de un energúmeno.
Esa versión de una señora septuagenaria, acosada por el monstruo de la indolencia tecnológica, y por su propio afán de mujer laboriosa y puntual, al menos tenía un justificante para su ataque de intolerancia y malacrianza.
Quería trabajar, deseaba cumplir sus compromisos, estaba harta de luchar contra esa tortura por la que todos pasamos cuando nos falla el mundo digital al que le hemos vendido el alma.
Pusimos el grito al cielo, lapidamos a la señora, sin cuestionar siquiera al cobarde que puso a circular una conversación privada, que no solo deja mucho que desear por la eficacia del servicio reclamado por ella, sino también por la ética y valores del personal de una empresa que no respeta ni las canas ni la confidencialidad de sus clientes.
Pero los tira piedras, estoy seguro, conforman en buena parte esa legión de aficionados y fanáticos que, amparados en la multitud del estadio, o en el anonimato de las redes sociales, madrea, insulta, ofende y vomita odios e intolerancias con el fútbol como pretexto.
Por un simple juego, que termina a los 90 minutos y que tiene como protagonistas a tres equipos de hombres (o mujeres) que intentan hacer su trabajo de la mejor manera. Por un partido, que es una trama de hora y media y que tiene un nuevo episodio en tres días. Por un encuentro que nos da o nos quita un gusto pasajero, pero que no nos hace más ricos ni menos pobres, más o menos exitosos, que apenas resulta una anécdota existencial.
Por ese espectáculo, que debería ser un pasatiempo y un rato con la familia o los amigos, nos transformamos en agresores de léxico cavernario y hasta boxeadores de la categoría “chuchinga”, liberando al más primitivo de los animales que llevamos dentro.
Y toda esta fauna de intolerantes, racistas, xenofóbicos y cobardes, nos sentimos con la moral para condenar a una señora que, en un día de furia mal manejada, pero acosada por los fantasmas que a todos nos persiguen, tuvo la osadía de gritar, “hijueputear” y reclamar con más vehemencia de la cuenta por sus derechos de mujer laboriosa y de usuaria insatisfecha.