Es peligroso, lo que está haciendo don Hernán. Peligroso y perverso.
Me refiero a sus prácticas “auto-racistas”. Al racismo auto-infligido. No es menos abyecto ni menos despreciable que el racismo empuñado contra los otros. Si don Hernán cree que estas manifestaciones son muy graciosas, menester será que alguien lo baje de esa nube. Frases como “dejen en paz a este negro”, o “no le tiren al negro, tírenle al blanco” exudan la maligna, depravada ideología del racismo. No es menos grave por ser recursiva, auto-referente. Aun más: creo que esto la hace más enfermiza, más morbosa y deletérea.
El poeta francés Arthur Rimbaud dijo en cierta ocasión: “yo es otro”. Bella fórmula, sagaz observación. Yo es otro, sí, y correlativamente podríamos también afirmar que el otro es yo. Así pues, existe una relación dialéctica entre la identidad -la mismidad- y la alteridad -los otros-. Yo no puedo ofender a los otros sin ofenderme a mí mismo, y no puedo denostarme a mí mismo sin denostar a los otros. Entre los otros y yo existe un continuum: somos diferentes expresiones del mismo ser: la naturaleza humana. Urge que don Hernán comprenda esto, y deje de fustigar en sí mismo a la negritud: el gesto nos hiere a todos, en la medida en que cada ser humano lleva en sí a la totalidad de su especie.
Si las barras demenciales y ponzoñosas atacan a don Hernán con insultos racistas, nuestro técnico habrá perdido la autoridad moral para denunciarlas, ¡puesto que él es el primero en hacerlo! Siempre hay algo perturbador, retorcido y malsano, en ver a un hombre auto-denigrarse, como quien dice, para curarse en salud del inevitable hostigamiento de los demás. Es como si quisiese hacer el trabajo sucio por ellos, facilitar su abyecta gestión de la infamia y el oprobio.
Basta ya, don Hernán, de andar cultivando el “auto-racismo”: no es gracioso, ni ingenioso, ni siquiera pasablemente ocurrente. Equivale a darle armas justificativas a todo aquel que, en todo contexto imaginable, quiera acudir al inmundo arsenal del racismo para dar voz a los sulfúreos, viscosos demonios que lo habitan. Deje que los agresores se degraden a sí mismos, no se vaya usted en la avalancha de excremento que desatan con su palabra perversa y pervertidora. ¿De acuerdo, don Hernán?