Kazimierz Deyna: más que un futbolista profesional, un príncipe que, entre mil otros donaires, se daba el tupé de jugar fútbol —¡y con qué mayestática prestancia lo hacía!— cuando bien le placía.
Elegante volante mixto, pasador egregio, temible rematador, dueño del medio campo, Deyna fue el capitán polaco en el Mundial 1974. Era a Polonia lo que Cruyff a Holanda y Beckenbauer a Alemania. De hecho, fue declarado el tercer mejor futbolista de la justa, después del holandés y el germano. Su gran mundial fue 1974 no 1978, pese a que en su juego nunca faltaron pinceladas de talento.
Les contaré un secreto que nadie conoce. En el Mundial 1978, Polonia enfrenta a Argentina. En un gesto digno de Gordon Banks, Kempes vuela de palo a palo, y saca con la mano un remate de Lato que ya se colaba en el marco. El árbitro decreta penal. Es el centésimo partido de Deyna con su selección. Para celebrar la efeméride, se acerca a Fillol y le dice por dónde va a tirárselo. Y claro, el Pato lo detiene. ¿Por qué hizo esto, Deyna? Pues porque más que una implacable máquina futbolera, era un aristócrata del espíritu, un hidalgo, una especie de Cyrano de Bergerac, degustador de los grandes desafíos, y capaz de actos de galantería y caballerosidad que hoy nos parecen insólitos.
Me entristece ver cómo ha caído en el olvido —salvo en Polonia, donde aun es un ídolo— este señorón de la media cancha. Deyna murió en 1989, en un accidente de tránsito acaecido en San Diego. Manejaba en plena noche, a velocidad suicida y en estado de embriaguez. Venía de ser víctima de una estafa que le había costado un millón de dólares, y el divorcio de su esposa. Era un ser humano moralmente roto.
Un hombre sensible, las cuerdas de su alma sonaban como el más noble laúd, pero eran frágiles: ¡ay del que las rasgara con mano inexperta! Más un artista que un futbolista, o mejor dicho, un futbolista singular, inolvidable justamente por cuanto artista. Veo su hermoso rostro eslavo, su mirada vagamente melancólica, su cincelado perfil, las largas patillas de los años setenta, su testa de músico… y se me estruja el alma. La pérdida de su esposa lo arrojó en brazos de la muerte. ¡Salud, poeta, yo te recuerdo, yo te canto y te preservo de esa segunda muerte que es el olvido!