“Tilín, tilín”... suena la latita, cuando en ella cae la moneda que el transeúnte arroja, con gesto entre displicente y compasivo, para liberarse de la mirada perruna del mendigo. Liberia, la ciudad más próspera del país, tiene un equipo de pordioseros, de limosneros. Once hombres que buscan en los más recónditos yacimientos auríferos de sus almas la fuerza para seguir luchando, desde la incertidumbre, la congoja, la miseria material. El heroísmo, la fibra moral de un hombre tiene su límite. El coraje del gladiador termina justo en el momento en que entra a escena ese infame personaje que conocemos como “hambre”. De ahí en adelante todo es inaceptable.
Por supuesto, no faltarán los mecenas, los patronazgos magnánimos que alivien la penuria de estos ejemplares guerreros. Ese tipo de gestos suturan la superficie de la herida, pero agravan el sangrado interno. Ese sangrado es la indignidad de saberse dependiente, incapaz de autosuficiencia, privado de autonomía. El hombre que no puede vivir de su trabajo, de aquello que ama y confiere sentido a su vida. La dignidad es un rasgo antropológico de la criatura humana: ningún animal es capaz de ella. No es exactamente el orgullo, ni el autorrespeto, ni el amor propio. Definir la dignidad nos tomaría cientos de páginas. Pero siempre podemos sentir cuando ha sido herida. Vivir de la generosidad del mecenas es denigrante, lesivo de la autoestima del mendigo, indigno y humillante. ¿Qué decir, sino que una situación de esta gravedad debería paralizar todo nuestro fútbol y movernos a la más honda revisión axiológica? Nuestro campeonato está herido de muerte. Doce equipos en Primera División es demasiado.
No tiene sentido, jugar un campeonato donde todos los cuadros –salvo el Herediano– están desfinanciados. Pero lo de Liberia va más allá del desfinanciamiento. Tirar a 11 hombres con hambre en un terreno de juego es involucionar el circo romano, es un pecado de lesa humanidad, y en el sentido más riguroso del término, una violación a los derechos humanos.
Así no se vale. Así no se juega. Así no cabe otra cosa que hacer un cortis y replantearse todo el marco ético de nuestro misérrimo campeonato. “Tilín tilín”, suena la latita… a sociedad enferma, fútbol enfermo.