Lo conocí hace tres décadas en La Nación . Aprendí a admirar su trabajo en las vibrantes jornadas dominicales de crónica, diseño y fútbol que compartíamos en la sala de redacción. Y aunque él no era especialmente aficionado al balompié, nuestra complicidad funcionaba al tenor de su fina ironía. “¿Ya escribió su crónica? Déjemela por ahí; acuérdese que yo las colecciono”. Y reíamos de buena gana. A veces coincidíamos ante el escritorio de don Fernando Díez Losada. El venerable patriarca del idioma desplegaba sus tablas de la ley y nos ilustraba en el buen uso de los textos. También frecuentábamos la mesa de Salustio Pauta, santo patrono de los mapas de papel que irrigaban ríos de tinta en las rotativas. Y anochecíamos en el periódico, inmersos en las tareas de cada uno; mis relatos del balón, su universo de plumilla y trazo.
Con frecuencia, el mundo de Kandler resultaba más revelador y expresivo para los lectores que el texto editorial del diario. Virtuoso de puntos, líneas y espacios, oficiaba de escultor callado en su elaboración de verdad y mensaje. A veces mordaz. De pronto, divertido. En ocasiones, intenso. Certero, siempre.
Lo conocí adulto. Nunca supe de su infancia. Sin embargo, me resulta fácil evocar en sus orígenes al niño flaco y ensimismado quien, con los años, aprendió a forjar, en la timidez y el silencio, su estirpe de dibujante.
“Lo nuestro es pasar…”, canta también Serrat con la inspiración de Machado. Ricardo Kandler fue un hijo del tiempo en el mundo infinito del periodismo gráfico, un dios de carne y hueso en la sala de redacción, donde marcó una época y su indeleble impronta. Se marchó el artífice, queda su legado en plumilla, trazo y alma.