En realidad, el equipo argentino cumplió cabalmente sus compromisos ante Saprissa y Alajuelense. Venció y alertó a los morados sobre sus falencias y perdió en buena lid con la Liga, por la vía de los penales. Lo preocupante de esta serie fue el desinterés manifiesto del público, que registró una asistencia raquítica en el estadio Saprissa y obligó a la empresa organizadora a optar por la puerta cerrada en el segundo partido.
Como ahora miramos por televisión a los mejores equipos del mundo, nos mal acostumbramos y creemos que basta con la pantalla para tomarles el pulso. Quizás hemos perdido cultura deportiva, puesto que oportunidades como la reciente visita del equipo del Papa, deberían atraernos. Y es que, dígase lo que se diga, el buen fútbol se aprecia mucho mejor desde la grada. En otras épocas, las series internacionales constituían un exquisito menú. Uno se rebuscaba los chuminos para ingresar al tendido de sol del antiguo Estadio Nacional. Y cuando no había chuminos —que era la mayoría de las ocasiones— esperaba a que abrieran las puertas en el segundo tiempo para entrar en tropel y pescar algo del espectáculo.
Justamente, del San Lorenzo de Almagro persisten en mi memoria imágenes de 1965 (goleó 4 a 0 al Saprissa). Guardo la estampa desgarbada del Bambino Veira, con las medias caídas y su magia de filigrana. También recuerdo al guardameta Agustìn Irusta, con buzo negro o mallas, indumentaria que adoptó después Rodolfo Largo Umaña, aquel fantástico arquero morado, hoy en el olvido.
¡Ah, tiempos!... En la gradería de sol del Estadio Nacional vendían unos sanguchitos deliciosos, suavecitos, de frijol y de carne, con buen chile. Si había platilla, uno los podía saborear. De lo contrario, como casi siempre, no quedaba otra que aguantarse el filo, apurar el regreso a casa y… ¡A raspar las ollas!
Así éramos ayer, mozalbetes con hambre de fútbol. Así somos hoy, caminantes de la nostalgia.