Mal nivel, el de la Copa Oro. Mucho juego lateral, pases hacia atrás, escasísima profundidad… Nadie dribla por miedo a perder la bola y originar un contragolpe. Un arquetipo de este fútbol impotente lo constituyó el tediosísimo partido México-Jamaica. México erosionó el balón, paseándolo de una a otra banda, sin atreverse a ensayar una pared por el centro, de asestar una estocada con fútbol vertical, punzocortante. Honduras no sería capaz de anotar un gol en 100 partidos, y estará en cuartos de final porque le regalaron tres puntos y otros tantos goles.
Los equipos caribeños, merced a su superior biotipo, son capaces de aislados arrestos ofensivos, pero siguen siendo ingenuos atrás: a la jugada brillante sucede, sin transición, alguna estrepitosa pifia defensiva. Tres penales han sido sancionados en el torneo: todos fueron desperdiciados. De los golpes francos no hablemos: ¿cómo es posible que en toda esta caterva de equipillos, no haya un jugador especializado en el cobro de estas faltas? ¿Pasar el balón sobre la barrera, e incrustarlo en alguno de los ángulos de la cabaña? Es el tipo de destreza que se ensaya, que se practica: una destreza adquirida.
Yo soy pianista: repito mis escalas y arpegios todos los días de mi vida: no es un signo de genialidad, sino simplemente de honestidad, de trabajo, de disciplina. Costa Rica no ha lucido solvente en ninguno de sus tres partidos. Contra Guayana, prevaliéndose de la superioridad que supone tener un hombre más en el terreno, nos regaló tres golcitos. Nadie está jugando bien, absolutamente nadie. Ráfagas de fútbol, a lo sumo.
Para lo ínfimo de su nivel, Canadá ha sorprendido con un cuadro recio y voluntarioso: no más que eso. Panamá ha evolucionado, pero tiene una década de haber alcanzado su techo, y parece estacionario. El Salvador padece “ataques” de buen fútbol, pero tan pronto los sufre, corre a remediar la situación, y vuelve a subsumirse en su endémica mediocridad… Nicaragua no existe futbolísticamente. Estados Unidos con Bruce Arena, mejorcito que con Klinsmann… no es mucho decir.
Triste, triste torneo: una lenta, inocua calesita, un carrusel que gira monótonamente: una y otra vez pasan los mismos caballitos, suben y bajan, y todos bostezamos.