El padre de los entrenadores exitosos del país se marchó cabalgando sobre su destino y dejó tras de sí una huella de vida que lo dignificó como persona y profesional del fútbol.
Marvin Rodríguez fue, sin proponérselo, la unidad de medida para saber si un técnico costarricense valía o no, con una impresionante conquista de títulos aquí y en Guatemala.
Profeta en su tierra y fuera de ella, se volvió un coleccionista de campeonatos con Saprissa –4–, Herediano –1–, Puntarenas –1–, Aurora y Xelajú de Guatemala –1 cada uno–.
Esas conquistas con vuelta olímpica tuvieron una repercusión especial pues se trató de campeonatos nacionales y no torneos cortos semestrales, como impera en la actualidad.
Como cartaginés admito con tristeza que se le escapó el título dirigiendo a los nuestros aquel 19 de octubre de 1969 en el Nacional, con un infame gol de media de Luis Chacón.
No era una final: Cartaginés llegó con 38 puntos, Saprissa con 37. Al imponerse los morados sumaron 39 y en el cierre del torneo golearon a San Carlos para sumar 41.
Mi equipo se quedó en 39 porque en el último partido no pasó del empate ante Limón 1-1, en Cartago. Fue el final trágico del Ballet Azul, un equipo de belleza poética, pero sin ángel, pues nunca campeonizó.
Como futbolista Marvin fue un producto de Beto Fernández, el zapatero que fundó el Saprissa en barrio Los Ángeles y buscó el patrocinio de don Ricardo para darle nombre y forjar la leyenda.
Debutó en un amistoso en Palmares en 1951, preso de un mar de nervios que llevaron a don Enrique Weisleder, el tesorero del equipo, a darle una “pastilla secreta” para calmarlo.
Cuando Rodríguez buscó a Weisleder el partido siguiente por su dosis de ayuda, este lo frenó y le dijo la verdad: “la píldora era azúcar pura; salga y juegue como usted sabe”.
En aquel maravilloso Saprissa de los 50’, a Marvin lo apodaron El Borrego y pasó a la historia como el primer volante mixto del fútbol contemporáneo, pues quitaba, servía y lanzaba con una calidad que asombraba.
Ese equipo se granjeó la admiración de la grada porque jugaba a ras de piso, tocaba, tiraba paredes y triangulaba y, en la mayoría de las ocasiones, la primera puntada de esa sinfonía de toques la bordaba Marvin. Salieron campeones en 1952, 1953 y 1957.
El fútbol perdió a uno de sus patriarcas, un hombre que estuvo muy cerca de darme a mi padre y a mí la alegría de ver a Cartaginés campeón. No pudo, pero me la compensó aquel 16 de julio de 1989, cuando la Sele se clasificó a su primer Mundial, con él en el banquillo.
Chaparrito de oro, crack, técnico sin par. Don Marvin, vaya en paz.