Creo en Danny, porque nunca es un hombre tan temible como cuando no tiene ya nada que perder. Ha sido escarnecido, silbado, denostado: a estas alturas, unos cuantos misiles verbales no van a hacer que se arrugue. Es como el boxeador que es derribado en los primeros asaltos. Sabe que, para alzarse con el triunfo, tendrá que ganar por nocaut. No puede contar con las tarjetas: o demuele a su rival, o está perdido. Ahora irá por todo.
Nunca somos tan libres y poderosos como cuando el mundo ha dejado de creer en nosotros. Es cuando renunciamos a jugar para la gradería, y comenzamos a jugar para nosotros mismos. De pronto comprendemos lo que significan el honor, la dignidad y el auto-respeto. Son nociones que empuñamos como la más acerada de las espadas. Creíamos saber lo que querían decir, pero nos equivocábamos. Hay que haber degustado el atroz amargor de la universal rechifla, de la sanción generalizada, para que su hondo, verdadero significado emerja a la superficie de nuestro ser.
Con 27 años —en el caso particular de un portero, la adolescencia profesional— Danny descubre, ocultos en los estratos profundos de su ser, insospechados filones de coraje, auríferas canteras de voluntad y determinación. Sabe lo que es tocar fondo. Admiro a los deportistas que rebotan y se yerguen, más prestos que nunca para el combate. A Floyd Patterson le dijeron alguna vez: “usted es el campeón que más veces ha caído a la lona”. “Eso significa que también soy el que más veces se ha puesto de pie” —respondió, altivo, el boxeador—.
Danny también se pondrá de pie. Este será su campeonato.